domingo, 23 de septiembre de 2012

ÁNGEL DAVID MARTÍN RUBIO: Carrillo, las autoridades y el terror rojo


Uno de los mitos más difundidos por la propaganda histórica que se ha ocupado de la violencia desencadenada en ambas retaguardias durante la pasada Guerra Civil Española, tiende a presentar lo ocurrido en zona frentepopulista como consecuencia de la ausencia de autoridad, la impotencia y el propio caos revolucionario que la rebelión provoca mientras que en zona sublevada y en la posguerra la represión responde a una voluntad política que es auspiciada desde el propio poder del Estado. Si diéramos crédito a dicha afirmación, podríamos hablar de una violencia revolucionaria espontánea, originada desde abajo, fruto de los odios de clase y que el Gobierno consiguió controlarla poco a poco.

Esta distinción esconde un fondo inaceptable, en primer lugar porque el origen en el poder, o mejor dicho, en la instancia que en un determinado momento ejerce en la práctica el poder, resulta algo propio de toda represión hasta el punto de servirnos para distinguir esta forma de violencia de otras manifestaciones como pueden ser los choques entre grupos políticos rivales o las represalias llevadas a cabo por partidas de huidos y guerrilleros, que se caracterizan precisamente por el deseo de alterar el poder previamente constituido. En el caso de la zona frentepopulista lo que hay que determinar es quién ejerce en la práctica el poder porque desde julio las organizaciones obreras y los partidos del Frente Popular protagonizaron un levantamiento paralelo que no intentó reemplazar a un Gobierno que resultaba útil conservar como cobertura legal en busca del respaldo internacional.

La segunda razón que invalida el mito de la falta de responsabilidad de las autoridades frentepopulistas en lo ocurrido en su propia retaguardia es la manera en que tuvieron lugar los sucesos. En un primer momento —al producirse la destrucción del Estado como consecuencia del Alzamiento y de este proceso revolucionario— predominan las acciones al margen de todo ordenamiento jurídico y que son, sobre todo, expresión de esa animadversión al contrario pero una vez que se inicia un proceso de reconstrucción del Estado la represión se va a aplicar como respuesta a problemas internos y, especialmente en las zonas recién ocupadas por los nacionales y en la posguerra, como exigencia de responsabilidades penales.

Si desde finales de 1936 remitió lo que podemos llamar violencia revolucionaria —ejercida sistemáticamente en los lugares en que se había consolidado el dominio frentepopulista— a partir de 1937 se produjo lo que podemos llamar la venganza de la República, es decir, una durísima represión que tenía por escenario nuevos puntos de conflicto y que se aplicaba con tres objetos principales: la depuración de los escasos lugares que pudieron ser ocupados por el Ejército Popular entre 1937 y 1939; asegurar el predominio comunista en la retaguardia y el Ejército y controlar una retaguardia cada vez más deteriorada y que, por lo tanto, se percibía como hostil e insegura, sobre todo en momentos de retirada.

Cuando en diciembre de 1936 el propio Stalin había aconsejado a Largo Caballero la preservación de las instituciones democráticas en España, recibió la respuesta de que «cualquiera que sea la suerte que el porvenir reserva a la institución parlamentaria, ésta no goza entre nosotros, ni aún entre los republicanos, de defensores entusiastas». Este es el escenario político del que, sin duda cabe calificar como más violento episodio represivo de toda la Guerra Civil: las matanzas que entre en noviembre y diciembre de 1936 tuvieron lugar en Paracuellos del Jarama y otros lugares en las inmediaciones de la capital de España.

Entre todos los sucesos de violencia ocurridos en el territorio controlado por ambos bandos durante la Guerra Civil, pocos habrá en que estén tan claros los móviles inmediatos que desencadenaron la tragedia: la proximidad de las tropas nacionales, cuya entrada en la capital era considerada por todos inminente, obligó a plantear el problema de la existencia de grandes núcleos de prisioneros francamente inclinados hacia los nacionales (entre ellos numerosos militares) y que hubieran supuesto un indiscutible refuerzo en sus filas. La solución arbitrada por las autoridades fue una auténtica depuración, el asesinato masivo de buena parte de ellos y el traslado a prisiones más seguras del resto (este último sería el caso de las expediciones que llegaron a Alcalá de Henares).

Debido a la desfavorable marcha de las operaciones militares, el Gobierno de la República había abandonado la capital de España en dirección a Valencia. En su ausencia, el General Miaja debía procurar la defensa de la ciudad auxiliado por una Junta Delegada de Defensa en la que participaban todos los grupos políticos y sindicales. La Consejería de Orden Público de la Junta de Defensa fue confiada a Santiago Carrillo, de las Juventudes Socialistas Unificadas y se nombró Delegado de Orden Público al redactor del diario socialista Claridad, Segundo Serrano Poncela.

El mecanismo de extracción de los destinados a la muerte fue, en todos los casos, semejante: se presentaban en la cárcel miembros de la Dirección General de Seguridad y milicianos con una orden de libertad de presos; en autobuses de la Sociedad Madrileña de Tranvías los trasladaban a las inmediaciones de Paracuellos del Jarama (en su mayoría) y Torrejón de Ardoz y allí eran fusilados. Las declaraciones prestadas ante la Causa General demuestran la intervención en las sacas del 7 y 8 de noviembre de varios miembros del Consejo de Orden Público (el célebre consejillo que decidía sobre el destino de los presos) designados personalmente por Santiago Carrillo la madrugada del 7 de noviembre. También está comprobada la participación de miembros de las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia y la intervención de las autoridades de orden público en la selección y en las órdenes de extracción.

Los testimonios más decisivos acerca de la responsabilidad del propio Carrillo han sido aportados por los historiadores que se han ocupado a fondo del problema como Rafael Casas de la Vega y Ricardo de la Cierva y resultan abrumadores por ser contemporáneos o poco posteriores a los sucesos. Se trata de las Actas de la Junta de Defensa de Madrid, en las que Carrillo recaba para sí toda la autoridad en los traslados de presos. Primero se atreve a decir que la evacuación aún no se había iniciado; se olvida de los días 7 y 8. Luego, corregido por el comunista Diéguez, reconoce que la evacuación se ha suspendido ante las protestas del cuerpo diplomático (que se produjeron, precisamente, al tener noticia de los fusilamientos masivos). En el mismo sentido habría que situar discursos del propio Carrillo como la alocución por Unión Radio (12-noviembre-36) y el Pleno del Comité Central del Partido Comunista (7/8-marzo-1937) o la declaración de Ramón Torrecilla (miembro del Consejo de Orden Público) ante la Causa General.

Todos ellos vienen a coincidir en presentar a Carrillo como el ejecutor penúltimo, el eslabón de una cadena en la que también participaron Manuel Muñoz Martínez, Director General de Seguridad, Ángel Galarza, ministro de la Gobernación, y Mikhail Kolstov, delegado soviético en España que reconoce en su propio diario de guerra su responsabilidad. Entre todos, y con la colaboración de funcionarios y milicianos, pusieron en funcionamiento una extraordinaria maquinaria represiva de la que tenía perfecto conocimiento el Gobierno de la República ya instalado en Valencia. El tiempo transcurrido (casi un mes) es indicio más que suficiente de que ni siquiera se intentó algo eficaz para que cesaran las matanzas.

Una prueba más del carácter sistemático de las sacas es la intervención del director de Prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, que les pone drásticamente final aunque no por ello termina la violencia pues se siguen cometiendo asesinatos y en los años siguientes el terror en el Madrid rojo estará protagonizado especialmente por la actuación policial y la depuración en el seno del Ejército Popular.

Ángel David Martín Rubio