martes, 6 de mayo de 2014

EDUARDO PALOMAR BARÓ: La Guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII (1808-1833)

Valençay
Castillo de Valençay

El prolongado valimiento de Manuel Godoy, la corrupción moral de la corte de Carlos IV, el desconcierto del pueblo, divorciado de la política que España seguía al dictado de Napoleón, el natural deseo de un cambio de orientación en la vida pública, fueron factores que aureolaron de tal prestigio, a priori, al príncipe de Asturias, que fue llamado por sus coetáneos el Deseado. Al sobrenombre correspondió también el recibimiento que le hizo el pueblo de Madrid, el 24 de marzo de 1808. Según atestiguan crónicas de la época, revistió caracteres de entusiasmo desconocido hasta entonces, halagüeño pronóstico de identificación entre el rey y los súbditos. 

Pero, mientras tanto, Joaquín Murat entró en Madrid, con su ejército de ocupación, y no reconoció al nuevo monarca, Fernando VII. El general francés había estado en tratos con Carlos IV, quien le manifestó que su abdicación fue debida a la fuerza de las circunstancias, y que, por tanto, carecía de validez. Fernando VII modificó parcialmente el grupo de consejeros de su padre, levantó el destierro de los perseguidos por Godoy –Gaspar Melchor de Jovellanos, escritor, jurista y político ilustrado, Francisco Cabarrús, financiero de origen francés y naturalizado español, etc.–, y nombró para su asesoramiento más directo a tres prohombres de la época: el duque de San Carlos (José Miguel de Carvajal) el duque del Infantado (Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo) y el canónigo Juan Escóiquiz Morata, apartado de la corte desde el proceso de El Escorial (1).

Murat comunicó a Fernando que no podía reconocerle como rey en tanto no estuviera autorizado para ello por el emperador; el general francés no visitó siquiera al monarca español, pero este, para ablandar al representante de Napoleón, le ofreció como obsequio la espada de Francisco I, que el francés había rendido en Pavía a las tropas de Carlos V, en 1525. Los portadores de la espada ofrecida sobre bandeja de plata a Murat, eran el marqués de Astorga y el duque del Parque, con una numerosa escolta. Se cambiaron discursos que revelaron la sumisión de Fernando al general francés.

Por otra parte, como Napoleón dejara entrever que iría a Madrid, se creyó entonces que Savary, duque de Rovigo, era anuncio de su próxima llegada. Fernando había mandado ya antes a Bayona a los duques de Frías y de Medinaceli y al conde de Fernán-Núñez, en calidad de embajadores, para pedir a Napoleón la mano de Lolotte, hija de Luciano Bonaparte y de Catalina Boyer, con la que quería contraer matrimonio. El emperador no respondió a la solicitud y, en cambio, sus representantes en Madrid instaban a Fernando a que emprendiese el viaje hacia el Norte para salir al encuentro de Napoleón. El rey no se determinó a hacerlo, y envió al infante don Carlos. Parece ser que en su ánimo influyó mucho la opinión de Escóiquiz, y lo cierto es que el 10 de abril emprendió la marcha, acompañado de sus consejeros. Llegó a Burgos dos días después, y entró el 14 de abril en Vitoria.

En la capital alavesa se sucedieron las vacilaciones, y hubo repetidos intentos, por parte de españoles patriotas, de disuadir al rey de que siguiera viaje o de persuadirle a que emprendiera la fuga. Solo Escóiquiz consiguió convencer a Fernando de las buenas intenciones del emperador y de la conveniencia de seguir hasta Bayona; allí esperaba que el emperador le reconociera como rey de España.

El 20 de abril de 1808 la regia comitiva española pasó la frontera por Irún, y a dos leguas de Bayona se unieron al rey el infante don Carlos y sus acompañantes, que pusieron a Fernando en antecedentes del cariz que iban tomando los acontecimientos. Poco antes de llegar a Bayona fueron recibidos los españoles por dos representantes de Napoleón, que los condujeron a casa del comerciante Dubrocq, donde debía alojarse el rey de España. Una hora después llegó Napoleón, que abrazó a Fernando; almorzaron los españoles en el palacio imperial, y a la hora de concluido el almuerzo, se presentó Savary con la misión de anunciar a Fernando la decisión de Napoleón: la dinastía borbónica no volvería a reinar en España y debería ceder sus derechos a la familia Bonaparte. Se produjeron discusiones, bien con los ministros del emperador, bien entre los consejeros españoles mismos, hasta que el 30 de abril llegaron a Bayona Carlos IV y María Luisa de Parma, y el 6 de mayo restituyó Fernando la corona a su padre, quien se la había cedido ya, de antemano –en virtud de convenio firmado por Godoy (también en Francia) y Duroc, por sus respectivos señores−, a Napoleón. Después, Fernando, don Carlos y don Antonio Pascual, el tío de ambos, acordaron renunciar a cualquier derecho que pudiera corresponderles sobre la corona de España, y aceptaron el 10 de mayo su retirada a Valençay.

Fernando dirigió a los españoles –que el 2 de mayo de 1808 se habían levantado en Madrid para luchar contra la invasión francesa– una proclama (firmada en Burdeos el 12 de mayo) pidiéndoles obediencia a Napoleón y confianza en el emperador, que les colmaría de felicidad. Escóiquiz, tan terco en todas sus ideas, aún pensaba en la boda de Fernando con una Bonaparte (según carta suya de 17 de mayo), y Fernando mismo, que felicitó a su sucesor en el trono, José I, le escribió diciéndole “que se consideraba miembro de la augusta familia de Napoleón, a causa de que había pedido al emperador una sobrina por esposa y esperaba conseguirlo”.

El paréntesis de Valençay


En el castillo de Valençay, que había comprado Charles Maurice de Talleyrand con dinero de Godoy, estuvieron Fernando, don Carlos y don Antonio Pacual hasta 1814. Les acompañaba su séquito y se había agregado a él don Blas Ostolaza. “Durante su estancia en Valençay –escribe el marqués de Villaurrutia–, además de las funciones de su sagrado ministerio, ocupábase Ostolaza en leerle a S.M. las obras de Saavedra Fajardo, mientras el rey, que bordaba primorosamente, pasaba el tiempo en labores de aguja, impropias de su sexo, en competencia con su tío el infante don Antonio”, de quien dice Ostolaza que se distinguió cosiendo y bordando para la iglesia de Valençay un dosel de glasé de plata con franja y flecaduras de oro (2).

Durante el período de Valençay, España, en nombre de Fernando, lucha contra Napoleón, y procura dar una solución legal a su situación mediante la convocatoria de Cortes Constituyentes en Cádiz, que elaboran la Constitución de 1812.

A lo largo de los seis años que duró la guerra de la Independencia, hubo situaciones cambiantes, y así algunos afrancesados de la primera hora abandonaron luego al rey José, como Ceballos o Ranz Romanillos, uno de los artífices destacados de la Constitución de Cádiz. Al contrario, algunos de los que en 1808 se opusieron a los franceses claudicaron en 1809 o 1810 y sirvieron al monarca intruso: en las horas negras de la invasión de Andalucía se produjo una deserción de jefes militares y de la administración, y también de intelectuales, como el caso de Alberto Lista.

La guerra de la Independencia, que concluye con la victoria de España e Inglaterra, aliadas en la empresa, a la que contribuyeron eficazmente las guerrillas, permiten el retorno del monarca, a quien había representado en España cuatro juntas consecutivas con carácter de regencias.

Las negociaciones


Napoleón que había colocado en el trono a su hermano, José Bonaparte, aunque contaba con Fernando VII y su padre Carlos IV presos en el Castillo de Valençay, con cierta comodidad. Aunque en un primer momento se resistió a utilizar a Fernando para firmar un tratado que le garantizara la paz en España, en 1813 se vio en la necesidad de iniciar este plan.

En noviembre Napoleón informa a Fernando de que pronto llegaría al castillo el antiguo embajador francés en Madrid, el Conde de Laforest, Antoine René Mathurin, para iniciar conversaciones con él. El 19 de noviembre de 1813 llegó a Valençay de incógnito, con el seudónimo de Del Boshe para evitar sospechas y se instaló fuera del castillo. Cuando fue a visitar a Fernando le entregó una misiva escrita por el propio Napoleón donde se llamaba a restablecer la amistad entre Francia y España. La línea argumental de Laforest era culpar a los británicos de las malas relaciones entre España y Francia y de que la “anarquía y el jacobinismo” se hubieran introducido en España (quizás como referencia al movimiento liberal español que surgía en esa etapa), y de que en España el suelo esté “talado y asolado, la religión destruida, el clero perdido, la nobleza abatida, la marina sin otra existencia que el nombre, las colonias de América desmembradas y en insurrección, y en fin todo en ella arruinado”, y también de intentar convertir a España en una república utilizando a Fernando VII como abanderado. Laforest le ofrecía la ayuda de Napoleón para recuperar el trono de España y poner fin a aquel desgobierno.

Fernando VII se negó a colaborar con Napoleón argumentando que él no podía negociar tales cosas, pues en primer lugar estaba preso y en segundo lugar, al salir él de España, se había organizado una Regencia que era la que tenía ese tipo de poderes. Laforest replicó que eso no importaba dada la naturaleza divina de la monarquía y que no podía eludir sus compromisos como si fuera un individuo particular. Sin embargo, Fernando respondió al día siguiente que Napoleón debía negociar con la Regencia o que esta regencia mandara a un grupo a hablar con él para informarle de las intenciones que tenían y de la situación del país.

Tras esto, los franceses mandaron ir al Castillo al duque de San Carlos, José Miguel de Carvajal, que acudió a Valençay de incógnito con el sobrenombre de Ducos. El duque ya conocía a Fernando de los primeros tiempos que pasó este en el castillo. El 21 llegó al castillo a hablar con Fernando, con quien estuvo analizando la situación durante bastante tiempo.

El 22 de noviembre de 1813 Laforest fue al castillo por invitación de Fernando VII y Carlos IV, pero antes tuvo la ocasión de hablar con el duque de San Carlos, que le confirmó que tanto Fernando como Carlos se habían vuelto más maduros de personalidad y más impenetrables en esos cinco años, aunque empezaban a interesarse por la oferta de Napoleón. Fernando comunicó a Laforest que iba a contar con el duque de San Carlos para encontrar una solución, cosa que Laforest celebró. El Duque de San Carlos se reunió dos veces como plenipotenciario de Fernando con el conde de Laforest. Desde el día 22 Laforest residió en el castillo para emplearse a fondo en la negociación. El día 23 se reunió con Fernando y Carlos, que le dijeron que debía contar con San Carlos para la redacción del Tratado, del cual quedó elaborado un bosquejo el día 24 de noviembre de 1813.

Fernando pidió la presencia de Macanaz que, como secretario real, podía dar forma a los documentos de la negociación, y la de José de Palafox, con quien ya había contado para misiones de confianza en 1808. También regresaron miembros de la servidumbre personal real y otros, como José Pascual de Zayas, que presidiría la comitiva real al regreso de Fernando VII a España el año siguiente.

El Tratado


El documento quedó listo el 8 de diciembre de 1813 y el acuerdo fue firmado el 13 de diciembre del mismo año y en él Napoleón aceptaba la suspensión de las hostilidades y el retorno de Fernando VII al trono de España, así como reconocía todos los territorios bajo soberanía de la familia real española, de acuerdo con la situación anterior a la guerra. Los dos países se devolverían las plazas y territorios ocupados.

El monarca español se comprometía de acuerdo al artículo noveno a devolver los derechos y honores a los partidarios del ex rey José I, además el artículo décimo cuarto señalaba concertar un tratado de comercio entre ambas potencias, de acuerdo al artículo décimo tercero Fernando VII debería pasar a sus padres Carlos IV y María Luisa de Parma una pensión de treinta millones de reales anuales. Conforme a los artículos sexto y séptimo, las tropas británicas como francesas abandonarían al mismo tiempo el territorio español

El tratado fue ratificado un mes después en París. Sin embargo, cuando el duque de San Carlos llegó a Madrid con la intención de obtener la ratificación de la Regencia y las Cortes estas se limitaron a no hacerlo. La guerra en España se encontraba perdida para los franceses y Napoleón, sin saber muy bien qué hacer con Fernando VII, permitió que regresara a España en marzo de 1814.

Artículos del Tratado de Valençay
“Tratado de Valençay entre el Emperador Napoleón y el Rey Fernando SM Católica y el Emperador de los Franceses Rey de Italia Protector de la Confederación del Rin y Mediador de la Confederación Suiza igualmente animados del deseo de hacer cesar las hostilidades y de concluir un tratado de paz definitivo entre las dos potencias han nombrado plenipotenciarios á este efecto á saber SM Don Fernando á Don José Miguel de Carvajal Duque de San Carlos Conde del Puerto Gran Maestro de Postas de Indias Grande de España de primera clase Mayordomo Mayor de SMC Teniente General de los ejércitos Gentil hombre de Cámara con ejercicio Gran Cruz y Comendador de diferentes órdenes &c &c &c SM el Emperador y Rey á M Antonio Renato Carlos Mathurin Conde de Laforest individuo de su Consejo de Estado Gran Oficial de la Legión de honor Gran Cruz de la orden imperial de la reunión &c &c &c Los cuales después de canjear sus plenos poderes respectivos han convenido en los siguientes artículos:
Art 1. Habrá en lo sucesivo y desde la fecha de la ratificación de este tratado paz y amistad entre SM Fernando VII y sus sucesores y SM el Emperador y Rey y sus sucesores
Art 2. Cesarán todas las hostilidades por mar y tierra entre las dos naciones á saber en sus posesiones continentales de Europa inmediatamente después de las ratificaciones de este tratado quince días después en los mares que bañan las costas de Europa y África de esta parte del Ecuador cuarenta después en los mares de África y América en la otra parte del Ecuador y tres meses después en los países y mares situados al Este del Cabo de Buena Esperanza
Art 3. SM el Emperador de los Franceses Rey de Italia reconoce á Don Fernando y sus sucesores según el orden de sucesión establecido por las leyes fundamentales de España como Rey de España y de las Indias
Art 4. SM el Emperador y Rey reconoce la integridad del territorio de España tal cual existía antes de la guerra actual
Art 5. Las provincias y plazas actualmente ocupadas por las tropas Francesas serán entregadas en el estado en que se encuentran á los Gobernadores y á las tropas Españolas que sean enviadas por el Rey
Art 6. SM el Rey Fernando se obliga por su parte á mantener la integridad del territorio de España islas plazas y presidios adyacentes con especialidad Mahón y Ceuta Se obliga también á evacuar las provincias plazas y territorios ocupados por los Gobernadores y ejército Británico
Art 7. Se hará un convenio militar entre un comisionado Francés y otro Español para que simultáneamente se haga la evacuación de las provincias Españolas ú ocupadas por los Franceses ó por los Ingleses
Art 8. SMC y SM el Emperador y Rey se obligan recíprocamente á mantener la independencia de sus derechos marítimos tales como han sido estipulados en el tratado de Utretch y como las dos naciones los habían mantenido hasta el año de 1792
Art 9. Todos los Españoles adictos al Rey José que le han servido en los empleos civiles ó militares y que le han seguido volverán á los honores derechos y prerrogativas de que gozaban todos los bienes de que hayan sido privados les serán restituidos. Los que quieran permanecer fuera de España tendrán un término de diez años para vender sus bienes y tomar todas las medidas necesarias á su nuevo domicilio Les serán conservados sus derechos á las sucesiones que puedan pertenecerles y podrán disfrutar sus bienes y disponer de ellos sin estar sujetos al derecho del fisco ó de retracción ó cualquier otro derecho
Art 10. Todas las propiedades muebles ó inmuebles pertenecientes en España á Franceses ó Italianos les serán restituidas en el estado en que las gozaban antes de la guerra Todas las propiedades secuestradas ó confiscadas en Francia ó en Italia á los Españoles antes de la guerra les serán también restituidas Se nombrarán por ambas partes comisarios que arreglarán todas las cuestiones contenciosas que puedan suscitarse ó sobrevenir entre Franceses Italianos ó Españoles ya por discusiones de intereses anteriores á la guerra ya por los que haya habido después de ella
Art 11. Los prisioneros hechos de una y otra parte serán devueltos ya se hallen en los depósitos ya en cualquiera otro paraje ó ya hayan tomado partido á menos que inmediatamente después de la paz no declaren ante un comisario de su nación que quieren continuar al servicio de la potencia á quien sirven
Art 12. La guarnición de Pamplona los prisioneros de Cádiz de La Coruña de las islas del Mediterráneo y los de cualquier otro depósito que hayan sido entregados á los Ingleses serán igualmente devueltos ya estén en España ó ya hayan sido enviados á América
Art 13. SM Fernando Séptimo se obliga igualmente á hacer pagar al Rey Carlos Cuarto y á la Reyna su esposa la cantidad anual de treinta millones de reales que será satisfecha puntualmente por cuartas partes de tres en tres meses A la muerte del Rey dos millones de francos formarán la viudedad de la Reyna. Todos los Españoles que estén á su servicio tendrán la libertad de residir fuera del territorio Español todo el tiempo que SSMM lo juzguen conveniente
Art 14. Se concluirá un tratado de comercio entre ambas potencias y hasta tanto sus relaciones comerciales quedarán bajo el mismo pie que antes de la guerra de 1792
Art 15. La ratificación de este tratado se verificará en Paris en el término de un mes ó antes si fuere posible Fecho y firmado en Valençay á 11 de Diciembre de 1813. El Duque de San Carlos el Conde de Laforest. Nos los infrascritos Plenipotenciarios nombrados respectivamente para negociar y firmar una paz entre España y Francia hemos extendido el presente Protocolo de nuestra última conferencia al momento de firmar el tratado para hacer constar que ha sido olvido por una y otra parte á saber:
1 Que los plenos poderes dados al Plenipotenciario Español en forma de carta autógrafa por falta de Cancillería han sido presentados con condición de substituirles cuando se verifique el canje de las ratificaciones si es que se verifica otros poderes revestidos de las fórmulas usadas en España
2 Que si el término de treinta días estipulado en el artículo quince del tratado para el canje de las ratificaciones no fuere bastante por efecto de algún impedimento real y verdadero queda reservado el proceder i este canje en los quince días siguientes ó antes si ser pudiere Fecho y firmado en Valençay á 11 de Diciembre de 1813 El Duque de San Carlos El Conde de Laforest.
En virtud del tratado de Valençay, el monarca pisó de nuevo tierra de España el 22 de marzo de 1814.

Sobre los ‘afrancesados’


En el artículo 9 del tratado de Valençay garantizaba Fernando VII a los afrancesados la conservación de sus empleos. A su paso por Toulouse, ya de regreso a España, el Rey hace saber a los exiliados partidarios del ex Rey José, que allí se habían refugiado, su propósito de permitirles el retorno a la patria “sin mirar a partidos ni opiniones pasadas”.

Pero una vez en tierra española Fernando VII encontró un ambiente de máxima hostilidad contra los colaboracionistas. El Rey, que en principio se mostraba indulgente con los afrancesados, tal vez porque él mismo se sentía culpable de debilidades ante el enemigo, cedió a la presión de aquel ambiente.

El Real Decreto de 30 de mayo de 1814 impuso el castigo de destierro de España a quienes hubieran sido consejeros o ministros del Rey intruso. O hubieran desempeñado cargos diplomáticos en el extranjero; a los militares, desde el grado de capitán para arriba, que le hubieran servido con las armas; a los miembros de la policía, o empleados en prefecturas o subprefecturas; y a los títulos y dignidades eclesiásticas condecoradas por el enemigo o que, estándolo antes por el gobierno legítimo, hubiera abrazado la causa francesa. A todos los demás se les permitía residir en España, pero alejados veinte leguas de la Corte, en régimen de libertad vigilada, quedando inhabilitados para cargos públicos; y los militares de grado inferior a capitán serían cesados en sus empleos. A las clases, soldados y gente de mar se les indultaba, “considerando S.M. que tales personas, más por seducción que por perversidad de ánimo y acaso alguno por la fuerza incurrieron en aquel delito”.

Este decreto se completó con la circular del Ministerio de Hacienda, de 30 de junio siguiente, que contiene las normas para la depuración de funcionarios, pues “S.M. conoce que no a todos los hombres puede exigirse esfuerzos de heroísmo, y que entre éste y la falta de lealtad hay grados intermedios que no deben confundirse”. Por ello se establecían tres categorías de afrancesados: los que se limitaron a continuar en los empleos que tenían, los que fueron ascendidos o recibieron distinciones que den lugar a presumir que servían al usurpador no por debilidad o estimulados por la miseria, sino por inclinación; y los que, además de servirle, “han contribuido a extender su partido” y han perseguido “a los buenos y leales españoles”.

Pero antes de medio año se atenuaron las medidas contra los afrancesados y el Real Decreto de 26 de enero de 1816 revelaba un propósito conciliatorio, manifestado también en un proyecto de amnistía, otro Real Decreto de 28 de junio de 1816 mandaba acabar las medidas instruidas contra los exiliados, oyéndoles por apoderados que daba normas para pagar pensiones a sus familias. Un nuevo Real Decreto de 15 de febrero de 1818 abría la mano para el retorno a España de gran número de exiliados con garantías de seguridad personal. Muchos fueron, en efecto, los que se acogieron a esta medida: pero el odio contra los afrancesados había calado más hondo y era más persistente en el pueblo que en el gobierno, y los que retornaron del exilio sufrieron vejaciones populares: todavía en febrero de 1819 se expedía una Real Orden a fin de que no se ‘incomodara’ a los antiguos afrancesados que habían vuelto a España legalmente.

El caso de los liberales fue de otra naturaleza, ya que era un proceso político para juzgar el supuesto atentado contra la soberanía del Rey en las Cortes de Cádiz. A los pocos días del Decreto de Valencia, se ordenó el encarcelamiento de los diputados que hubiesen votado en dichas Cortes el dogma de la soberanía nacional, procediéndose “al arresto de todas las personas y el recogimiento de sus papeles”, aunque con toda clase de garantías legales en el procedimiento. Hubo así un centenar de detenciones y procesamientos. Por supuesto que no faltó la aprobación de algunos sectores populares a este acto, azuzados por la pasión.

En una carta de Wellington fechada el 24 de mayo de 1814 se puede leer: “La prisión de los diputados es considerada, creo yo que en justicia, como innecesaria y es, por cierto, impolítica; pero ha gustado, en general, al pueblo”.

Para sustanciar el proceso se creó una “Comisión especial”, de Alcaldes de Casa y Corte. “El planteamiento encerraba una contradicción, porque el deseo de Fernando VII era doble: que se siguiera un proceso según las leyes y que se tramitara en breve tiempo. Ante la imposibilidad de hacerlo así, se sacrificó el segundo deseo al primero; es decir, prevaleció el sentido jurídico”. Pero el procedimiento se complica y surgen dificultades técnicas para establecer las figuras de delito y conseguir pruebas. “Las pruebas no aparecen en los documentos privados confiscados a los inculpados; el examen de los documentos de Cortes exige mucho tiempo y esfuerzo, por la dispersión de los mismos; las declaraciones de los testigos son, por lo general, poco concretas, como corresponde a la naturaleza de los hechos y al tiempo transcurrido”. Acusadores y acusados se enzarzan en grandes discusiones sobre principios. El general Girón, en una carta del 14 de agosto de 1814 se queja de que “teniendo tanto por donde atacarles” sólo se trate “la cuestión teológica y política de la soberanía” y así estén “en conclusiones el juez y el acusado”.

La Comisión especial traslada el proceso a la Sala de Alcaldes, de aquí más tarde a una “Comisión especial de Estado” o Tribunal extraordinario, que actúa durante más de un año para, una vez más, endosarlo a otra Comisión extraordinaria. Es posible que esta Comisión elevara el 11 de diciembre de 1815 un informe al Rey advirtiendo que “la tal causa en su formación adolecía de muchos y ya insubsanables defectos”.

Para zanjar aquella situación, sin salida decorosa en el plano jurídico, actuó directamente la autoridad del Rey: el Real Decreto de 15 de diciembre de 1815 es, pura y simplemente, una sentencia política, sin considerandos ni resultandos. Fernando VII sustituyó el veredicto judicial por una inapelable decisión de la autoridad soberana que resultó poco afortunada.

Cincuenta y un procesados fueron condenados a penas de prisión, destierro multa y confiscación de bienes, entre ellos, Argüelles, Canga Argüelles, Martínez de la Rosa, condenados a ocho años de presidio; Villanueva y Martínez Torrero a seis años de confinamiento en un convento.

Pocas semanas después, el 26 de enero siguiente, se publicaba el Real Decreto conciliatorio, que mandaba “cesar las comisiones que entienden las causas criminales (de carácter político)” para que se remitieran a los Tribunales ordinarios y “que los delatores, compareciendo ante éstos, acrediten su verdadero celo por el bien público y queden sujetos a las resultas del juicio”.

En este documento también se decía en nombre del Rey: 

“Durante mi ausencia de España se suscitaron dos partidos titulados serviles y liberales; la división que reina entre ellos se ha propagado a una gran parte de mis Reinos; y siendo una de mis primeras obligaciones que como padre me incumbe, de poner término a estas diferencias, es mi real voluntad a los tribunales con las cauciones de derecho; que hasta las voces de liberales y serviles desaparezcan del uso común y que en el término de seis meses queden finalizadas todas las causas procedentes de semejante principio, guardando las reglas prescritas por el derecho para la recta administración de justicia”.

Fernando VII

El reinado (1814 1833)


La honda crisis padecida por el pueblo español a raíz del choque de 1808, salvada heroicamente y gracias a la dirección de una minoría ilustrada, que quiso dotar a España de una ley fundamental del Estado y encauzar a la monarquía por la vía constitucional, puso de manifiesto el anquilosamiento de las instituciones tradicionales.

Fernando no era partidario de innovaciones, y siempre miró con recelo cualquier reforma que tendiese a coartar su autoridad real: era un monarca absoluto, o, al menos, pretendía ejercer la realeza con espíritu de tal. Sin embargo, Fernando vacilaba ante la determinación que debía adoptar.

Pasó por Figueras, por Daroca y Segorbe, y llegó a Valencia. El embajador inglés, Wellesley (3), le aconsejó que aceptara la Constitución. El cardenal Luis María de Borbón y Vallabriga, que había salido a recibir al monarca en nombre de la regencia, tenía instrucciones de no reconocer a Fernando como rey en tanto no jurase la Constitución: Fernando le tendió la mano para que se la besara, en señal de reconocimiento, y el cardenal, obedeciendo la orden violenta que le dio el rey, se la besó. Con este acto simbólico, Fernando se consideró con derecho a derogar la Constitución de Cádiz. Animaron al rey a obrar de este modo, aparte de su propia inclinación, el manifiesto de los Persas, la actitud del ejército y la caída de Napoleón; en consecuencia, firmó el manifiesto el 4 de mayo, escrito por el ayudante de peluquero de palacio, Antonio Moreno, que fue nombrado consejero de Hacienda.

El nombre del manifiesto se debe a su encabezamiento: “Es costumbre de los persas...”, en si artículo 1º dice:
“Señor”:

“1.- Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor. Para serlo España a V. M. no necesitaba igual ensayo en los seis años de su cautividad, del número de los Españoles que se complacen al ver restituido a V. M. al trono de sus mayores, son los que firman esta reverente exposición con el carácter de representantes de España; mas como en ausencia de V. M. se ha mudado el sistema que regía al momento de verificarse aquélla, y nos hallamos al frente de la Nación en un Congreso que decreta lo contrario de lo que sentimos, y de lo que nuestras Provincias desean, creemos un deber manifestar nuestros votos y circunstancias que los hacen estériles, con la concisión que permita la complicada historia de seis años de revolución”.
Según los firmantes, la situación anárquica era consecuencia de la aplicación de la Constitución de Cádiz de 1812, lo que exigiría restaurar el orden.

Decreto de Valencia de Fernando VII

“Desde que la Divina Providencia, por medio de la renuncia espontánea y solemne de mi Augusto Padre, me puso en el Trono de mis mayores, del cual ya me tenía jurado sucesor el Reino por medio de sus Procuradores juntos en Cortes (...).
Mis primeras manifestaciones se dirigieron a la restitución de varios Magistrados y otras personas que arbitrariamente se había separado de sus destinos, pues la dura situación de las cosas y la perfidia de Bonaparte, de cuyos crueles efectos quise, pasando a Bayona, preservar a mis pueblos, apenas dieron lugar a más.
Reunida allí la Real Familia, se cometió en toda ella, y señaladamente en mi persona, un atroz atentado (...), violentando en lo más alto el sagrado derecho de gentes, fui privado de mi libertad, y lo fui, de hecho, del Gobierno, de mis Reinos, y trasladado a un palacio con mis muy amados hermanos y tío, sirviéndonos de decorosa prisión, casi por espacio de seis años, aquélla estancia (...).
Con esto quedó todo a la disposición de las Cortes, las cuales en el mismo día de su instalación (...) me despojaron de la soberanía (...) atribuyéndola a la Nación, para apropiársela así ellos mismos, y dar a ésta (...) una Constitución que (...) ellos mismos sancionaron y publicaron en 1812.
Este primer atentado contra las prerrogativas del trono (...) fue como la base de los muchos que a éste siguieron (...); se sancionaron, no leyes fundamentales de una Monarquía moderada, sino las de un Gobierno popular (...).
De todo esto, luego que entré dichosamente en mi reinado, fui adquiriendo fiel noticia y conocimiento (...). Yo os juro y prometo a vosotros, verdaderos y leales españoles que habéis sufrido, no quedaréis defraudados en vuestros nobles empeños (...).
Por tanto, habiendo oído lo que (...) me han informado personas respetables por su celo y conocimientos, y los que acerca de cuanto aquí se contiene me ha expuesto en representaciones que de varias partes del Reino se me han dirigido, (...) declaro que mi Real ánimo es, no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias ni de las ordinarias actualmente abiertas (...), sino el de declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, (...) como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo, y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquier clase y condición a cumplirlos y guardarlos.
Dado en Valencia a 4 de Mayo 1814. - Yo el Rey
El 11 de mayo se publicó el manifiesto en Madrid: anulaba la Constitución y la obra de las Cortes constituyentes y de las ordinarias. “Como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo”.

Una real orden dispuso la prisión de los regentes Agar y Císcar, de Álvarez Guerra, García Herreros, Argüelles, Muñoz Torrero, Martínez de la Rosa, Villanueva, Canga Argüelles, Calatrava, Quintana, Máiquez. Muchos consiguieron huir, entre ellos Toreno y Flórez Estrada.
El 13 de mayo entró el rey en Madrid, y de su carroza tiró la plebe en entusiasta eclosión de bienvenida al Deseado. Estos son los versos publicados en el Diario de Madrid y recogidos por Mesoneros Romanos:

España triste por su Rey ausente
En horrores de fuego, sangre y llanto
Sufrió seis años el mayor quebranto,
Pues no hay historia que un igual nos cuente.
¡Oh vil Napoleón! ¡Voraz serpiente!
¡Oh fiero monstruo de infernal espanto!
El móvil eres de trastorno tanto,
Y el orbe entero tus rigores siente.
El hispano valor y su constancia,
Por Religión y Patria peleando,
Humillaron ¡tirano! tu arrogancia.
Dios a tan justa causa prosperando,
Libró del cautiverio de la Francia
A nuestro amado Rey. ¡Viva Fernando!

El Sexenio Absolutista (1814 – 1820)


El retorno de Fernando VII dio, por tanto, el poder a los absolutistas que tras el decreto de mayo de 1814 trataron gobernar como si nada hubiera ocurrido en España desde 1808. Se restablecieron las antiguas instituciones, incluida la Inquisición, se recuperó el régimen señorial y se suprimieron todas las libertades, iniciándose una feroz persecución de liberales y afrancesados que tuvieron que marchar al exilio.

La monarquía absoluta se situó fuera de la realidad de la época. España entró en una fase de aislamiento y desprestigio en toda Europa. El absolutismo fue incapaz de encontrar una solución a la crisis general del Antiguo Régimen, en realidad Fernando VII gobernaba apoyándose en un grupo personajes estrechamente vinculado a él (“camarilla”) que eran incapaces de hacer frente a los enormes problemas de la época. Especialmente importantes eran la grave crisis financiera y la lucha por la emancipación de las colonias americanas.

Ante esta situación, los liberales intentaron provocar la caída de la monarquía absoluta y el restablecimiento de la Constitución. El descontento de los liberales y del ejército cristalizó en una serie de pronunciamientos militares. Entre 1814 y 1820 hubo casi una veintena de pronunciamientos (Espoz y Mina, Díaz Porlier, Lacy…) que fracasaron en su intento de acabar con el absolutismo.

El Trienio Liberal o Trienio Constitucional es el período de la historia contemporánea de España que va desde el año 1820 a 1823, durante la segunda etapa del gobierno constitucional

En 1820, un pronunciamiento iniciado por el coronel Rafael de Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla) terminará triunfando y abriendo una nueva época. Ante esta insurrección liberal el rey Fernando VII se vio obligado a restaurar la Constitución de 1812

Durante su primera etapa absolutista, Fernando reinó de acuerdo con sus consejeros San Carlos, Salazar, Escóiquiz, Freire, Pedro Macanaz, Lardizábal, Ceballos, Eguía, Echevarri, Campo-Sagrado, Casa-Irujo; aparte de estos, que siguieron en líneas generales las directrices marcadas por el propio monarca, por miedo a perder su favor, hay que destacar la actuación de Garay, hacendista que procuró sanear con medidas nuevas la situación financiera de España.

Fernando restableció la Inquisición, que había sido abolida por las Cortes de Cádiz, persiguió a los liberales y a los afrancesados, sembró la desconfianza entre sus súbditos y prestó mayor atención a sofocar intentonas de carácter liberal –Díaz Porlier, Lacy, etc.– que al progresivo desarrollo que iba tomando la emancipación de América. Esta apenas logró preocuparle, pues le absorbía por entero el problema interior, la lucha entre la semilla liberal gaditana y los tradicionalistas partidarios de un sistema político no influido por ninguna savia renovadora.

El rey juró la Constitución el 9 de marzo, ante una comisión de desconocidos para él. El marqués de Miraflores comentó este hecho, diciendo que “este acto… será eternamente célebre en nuestros anales: pero por una de las anomalías en que tanto abunda España, este acto, que hubiera en otro país derribado el trono, como consecuencia de su envilecimiento, pasó como un suceso trivial y ordinario”.

Y el 10 de marzo de 1820 el rey, voluble y siempre plegable a cualquier circunstancia, lanzó un manifiesto en que reconocía solemnemente errores de la corona; de sus palabras ha quedado como paradigma de astucia política –porque dejó de cumplirla en cuanto pudo–, la célebre promesa: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.

En medio de un ambiente de sociedades secretas –más o mes propulsoras del movimiento constitucional, como la masonería–, de rivalidades de tendencias políticas –realistas, doceañistas y exaltados–, Fernando VII se avino a las reformas impuestas: restablecimiento de libertades constitucionales; abolición del Santo Oficio; convocatoria de Cortes, en julio de 1820.

Los realistas fomentan la oposición a los constitucionales; exponente de esta actitud será la conspiración de Vinuesa. Fernando no se resigna a reinar solo nominalmente y entabla negociaciones con las potencias extranjeras (Santa Alianza, congresos de Troppau y de Laybach). Los realistas se pronuncian y establecen la regencia de Urgell. En las jornadas de 1º y 7 de julio de 1822 triunfan los exaltados, que elevan al Poder a Evaristo San Miguel, que sustituía al moderado Martínez de la Rosa

Los liberales españoles quedaron divididos en dos grupos: los moderados, partidarios de tener el favor del rey, y los radicales, miembros de las “sociedades patrióticas”.

Sin embargo, por el congreso de Verona (octubre-noviembre de 1822) los realistas consiguen el apoyo de la Santa Alianza, que culminará en el envío del cuerpo expedicionario conocido por los Cien mil hijos de San Luis, al mando de Angulema, que, en abril de 1823, penetra en España con promesa de restaurar el orden. Fernando fue declarado incapaz, por demencia, para reinar por sí mismo, y, obligado a resignar sus poderes en un Consejo de regencia, llegó el 11 de abril a Sevilla; el Gobierno creía que así se resistiría mejor a la invasión francesa y se evitaría una nueva reacción absolutista. El 23 de mayo entró Angulema en Madrid, y el último día de agosto se rendía el reducto liberal de Cádiz. Los franceses entablaron negociaciones, mientras seguían las operaciones de limpieza, y el 1º de octubre de 1823, los constitucionales dejaron libre al rey, mientras ellos se refugiaban en Gibraltar. Fernando embarcó en Cádiz y se trasladó al Puerto de Santa María, donde fue espléndidamente recibido por el duque de Angulema.

Abolió todos los actos de los tres llamados años; condenó a muerte a Valdés, Císcar y Vigodet –que habían ejercido la regencia en nombre de Fernando–, y aprobó los actos de la llamada regencia de Oyarzun, que representaba el espíritu absolutista. Un nuevo consejero empezó a influir en el ánimo de Fernando durante el período que la historiografía liberal ha llamado ominosa década: (1823-1833).

Se procedió a la depuración de los elementos liberales (purificadores), se recrudeció la persecución contra ellos, pero, a pesar del absolutismo de Fernando, este no consiguió satisfacer tampoco a los realistas. También estos se sublevaban, porque consideraban que “Fernando VII no es un hombre: es un monstruo de crueldad, es el más innoble de todos los seres, es un cobarde (…) es una calamidad para nuestra desventurada patria” (palabras del Manifiesto).

En 1825 es ajusticiado el Empecinado; en 1826 son los hermanos Fernández Bazán los que mueren al frustrarse su tentativa liberal; en 1827 se levantan los agraviados de Cataluña, y la revuelta obliga al rey a visitar el principado, para alentar la represión, sangrientamente dirigida por el conde de España. La elevación al trono de Francia de Luis Felipe, consecuencia de la revolución de 1830, hace concebir nuevas esperanzas a los emigrados españoles: Chapalangarra, Espoz y Mina, Torrijos, Manzanares, Fernández Golfín, Mariana Pineda, el librero Miyar, etc., son nuevas víctimas de sus intentos liberales, a pesar de que el absolutismo del rey se ha templado notablemente desde su matrimonio con María Cristina. A ella corresponde, a partir de 1832, la dirección política del país.

Acto de suma importancia debido a Fernando VII fue la derogación del Auto acordado de 1713 (Ley Sálica) en 1830; por esta disposición se posibilita la ascensión al trono de Isabel, princesa de Asturias. Pero esta misma medida, que fue mal acogida por los realistas –amigos de don Carlos–, fue derogada por el rey cuando, en estado inconsciente por su grave estado de salud, firmó un codicilo, el 18 de septiembre de 1832, que reconocía como sucesor suyo a don Carlos.

El palacio de La Granja fue escenario de violentos sucesos, no bien aclarados en las fuentes: la infanta Luisa Carlota rompió el codicilo, y el presunto proyecto carlista queda al descubierto. La política inicia un viraje radical, porque María Cristina busca el apoyo de los liberales, lo que la mueve a dar el primer decreto de amnistía. Regresa de Londres para aconsejar a la soberana Zea Bermúdez, inaugurándose un período no muy exactamente calificado de “despotismo ilustrado”; se decretó también la reapertura de las universidades. Era necesario el acercamiento a los liberales, porque don Carlos, negándose a asistir a la jura de Isabel como princesa de Asturias, habíase internado en Portugal. Se cruzó una correspondencia entre el monarca y su hermano, que puso de relieve la inminencia del pleito dinástico.

Portugal apoyaba el carlismo, y cuando amenazaba con producirse la ruptura de relaciones, el rey Fernando moría, víctima de un ataque de apoplejía, el 29 de septiembre de 1833.

El 4 de octubre siguiente fue depositado su cadáver en el monasterio de El Escorial. Un día antes se había producido el levantamiento carlista de Talavera.

Juicio histórico a Fernando VII 

 

La historia ha juzgado con severidad a Fernando VII, considerando que en él se malogró la posibilidad de un buen reinado. Los liberales le han atacado, y los realistas no le han defendido; Toreno ha dicho que Fernando fue:

“falaz en sus promesas, inconsecuente en sus favores y en sus elecciones vario, hipócrita más bien que religioso, y más superficial que instruido, no solamente en la ciencia del gobierno, sino aun en los conocimientos vulgares; por último, desconfiado y rencoroso, no quiso dejar fallido el pronóstico de la reina madres, que presagió funestas consecuencias a la nación que con tanta idolatría le veneraba… La familiaridad de su trato, la llaneza, tal vez demasiado franca, de sus modales, y otras buenas prendas que le distinguían, no bastaban a compensar sus defectos ni a reparar los perjuicios que experimentó la nación en su larga época”.

La política exterior fue desfavorable a España, incluso en un momento tan propicio como la derrota de Napoleón; los embajadores españoles fracasaron en el Congreso de Viena (1815). La política colonial en América perdió interés para la metrópoli, y aparte de que España cedió la Florida a Estados Unidos (1819), perdió todas las posesiones del continente americano; del imperio de Ultramar solo quedaron Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

La cultura en el interior sufrió quebrantos, porque Fernando ejerció una rigurosa censura en el orden ideológico, por temor a que se introdujeran en España tendencias subversivas bajo disfraz intelectual.

El monarca se rodeó preferentemente de plebeyos elevados a la camarilla palaciega, frecuentaba barrios bajos, buscaba lances de amor con mujeres del pueblo. Fue protector de toreros, simpático con la gente del pueblo, que llegó a admirar en el rey afabilidad e interés por sus cosas.

Como desconfiaba de cuantos le rodeaban, puede decirse que ni Escóiquiz ni Calomarde fueron validos de Fernando VII, y que él solo fue quien reinó y gobernó, salvo en los momentos en que alguna causa ajena a él le obligaba a admitir una cortapisa a su poder real.

Inmortalizada su imagen por Goya, los famosos retratos de Fernando VII revelan, gracias a los inteligentes y perspicaces pinceles goyescos, todos los rasgos psicológicos del Deseado, a cuya muerte España quedó hendida en la primera guerra civil del siglo XIX.
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(1) El príncipe de Asturias, hijo de Carlos IV, conspiraba directamente contra Godoy e indirectamente contra su propio padre. En 1807, un grupo destacado de nobles partidarios de Fernando promovió la conspiración de El Escorial en un clima de descomposición de la Corte. La conspiración fue descubierta y se inició el llamado proceso de El Escorial, en el que Fernando, para obtener el perdón de su padre, denunció a todos sus cómplices. En el juicio, todos fueron declarados inocentes, lo que revela los importantes apoyos con los que contaba la conspiración

(2) Fernando VII, rey constitucional. 2ª ed., Madrid, 1942. Pág. 97.

(3) Richard Colley Wesley, posteriormente Wellesley, 1er Marqués Wellesley (20 de junio de 1760 - 26 de septiembre de 1842), fue el hijo mayor de Garret Wesley, 1er Conde de Mornington en la Nobleza de Irlanda, y hermano de Arthur Wellesley, 1er Duque de Wellington.

Eduardo Palomar Baró

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