miércoles, 17 de marzo de 2010

Suplemento n.2 (4-diciembre-2009): "La expulsión de los moriscos" por Ángel David Martín Rubio

El PSOE de Granada propone el reconocimiento de "la injusticia cometida con los moriscos expulsados en 1609". Coincidiendo con el IV centenario de la efeméride, el diputado socialista José Antonio Pérez Tapias ha defendido en un comunicado que esas actuaciones vayan acompañadas «del reconocimiento institucional de la injusticia que en su día se cometió con los moriscos expulsados de España»




La existencia de un problema morisco en la España de los siglos XVI y XVII no radica en el proceso reconquistador que acaba admitiendo en casi todas las capitulaciones la coexistencia legal de cristianos y mudéjares en condiciones más o menos amplias dependiendo de diversas circunstancias particulares. A diferencia de lo ocurrido con los judíos, la convivencia con los mudéjares no resultó especialmente conflictiva en el tránsito a la Edad Moderna.

De mudéjares a moriscos

Sería con posterioridad a la conquista de Granada cuando, agravado el problema de la diversidad socio-religiosa, los Reyes Católicos decidieron afrontar a fondo la unificación también en este terreno. La labor de captación promovida por Cisneros provocó el descontento y, al tiempo que la población conquistada estimó que se estaba faltando a los pactos de rendición promovían revueltas como la de Sierra Bermeja que costó la vida a Alonso de Aguilar, hermano del Gran Capitán (1501). Los Reyes Católicos aprovecharon esta ocasión, que venía a desatarles las manos, sujetas por la capitulación, y pusieron a los vencidos moriscos en la alternativa de emigrar o recibir el bautismo; disposición que se aplicó también a los mudéjares de Castilla y León en 20 de febrero de 1502. Aunque teóricamente fueron expulsados todos los no convertidos, muchos siguieron en España practicando de manera más o menos oculta la religión islámica. Desde entonces, los mudéjares se convierten en “moriscos”.
La mayoría de ellos habitaba en zona rurales y vivían dedicados a la agricultura por lo que su importancia socio-económica no era grande y en los años siguiente se practicó con ellos la tolerancia —con lamentables excepciones como la de los agermanados valencianos, celosos de la fidelidad de los moriscos a sus señores— y se reiteraron infructuosamente los intentos de asimilación como los promovido por Santo Tomás de Villanueva y San Juan de Ribera desde el Arzobispado de Valencia.

La rebelión morisca de las Alpujarras

El resultado de tan largo proceso ya secular, fue la existencia de una población de falsos cristianos que sin cesar conspiraban contra el sosiego del reino y promovían levantamientos y rebeliones o tratos con el turco y con los piratas bereberes. La sublevación que tuvo por escenario la comarca granadina de las Alpujarras durante el reinado de Felipe II  (1568-1571) sofocada por las tropas a las órdenes de Don Juan de Austria volvió a plantear el problema en toda su crudeza. Los rebeldes moriscos proclamaron a un rey y masacraron a la población cristiana:
«Lo primero que hicieron —relata el historiador contemporáneo de los sucesos Luis de Mármol— fue apellidar el nombre y secta de Mahoma, declarando ser moros ajenos de la santa fe católica que profesaron ellos y sus abuelos. Y a un mismo tiempo, sin respetar cosa divina ni humana, como enemigos de toda religión y caridad, llenos de rabia cruel y diabólica ira, robaron, quemaron y destruyeron las iglesias, despedazaron las venerables imágenes, deshicieron los altares, y poniendo manos violentas en los sacerdotes de Cristo, que les enseñaban las cosas de la fe y administraban los Sacramentos, los llevaron por las calles y plazas desnudos y descalzos, en público escarnio y afrenta».
A pesar de todo, y en años sucesivos, lejos de promover de manera indiscriminada la liquidación del problema, la opinión se dividía entre aquellos que, como los nobles valencianos seguían apoyando a sus vasallos como principal fundamento de su preeminencia y aquellos otros que favorecían la expulsión convencidos de la inutilidad de los arbitrios para lograr la asimilación y del peligro que suponían las iniciativas promovidas por los moriscos que unas veces se entendían hasta con los hugonotes del Bearne y otras mandaban embajadores al gran Sultán, ofreciéndole miles de guerreros si quería apoderarse de España y sacarlos de servidumbre. El problema no era racial y solo en cierta medida religioso: era un problema de política interior y de política exterior, en lenguaje actual, de geo-estrategia en la que los moriscos venían a ser la “quintacolumna” del Imperio Turco y de la piratería argelina.
Francisco DOMINGO MARQUÉS: El Beato Juan de Ribera en la expulsión de los moriscos, Óleo sobre lienzo; Museo de Bellas Artes de Valencia

Expulsión y valoraciones historiográficas

Fue en el reinado de Felipe III cuando se optó definitivamente por la expulsión. En un proceso escalonado que duró de 1609 a 1616 se calcula que abandonaron España unos 300.000 moriscos de un total estimado en medio millón, aunque estas cifras son meramente estimativas.

Hoy predomina la interpretación maniquea de la medida, al socaire de una lectura de la historia orquestada desde los intereses políticos y anclada en esquemas simplistas de “buenos” y “malos”; en este caso, la minoría oprimida y marginada por quienes eran, para colmo, además de intolerantes, cristianos y españoles. Nada de esto es cierto ni resiste el más somero análisis. El historiador inglés John Elliot concluye:
«Resulta plausible la creencia de que la expulsión era la única solución posible. Fundamentalmente la cuestión morisca era la de una minoría racial no asimilada —y posiblemente no asimilable— que había ocasionado trastornos constantes desde la conquista de Granada. La dispersión de los moriscos por toda Castilla, después de la represión de la segunda rebelión de las Alpujarras, en 1570, sólo había complicado el problema extendiéndolo a áreas hasta entonces libres de población morisca. A partir de 1570 el problema morisco fue un problema tan castellano como valenciano o aragonés, aunque sus características variasen de una región a otra».
Menéndez Pelayo afirma:
«No vacilo en declarar que la tengo por cumplimiento forzoso de una ley histórica, y sólo es de lamentar lo que tardó en hacerse […]En resumen, y hecho el balance de las ventajas y de los inconvenientes, siempre juzgaremos la gran medida de la expulsión con el mismo entusiasmo con que la celebraron Lope de Vega, Cervantes y toda la España del siglo XVII: como triunfo de la unidad de raza, de la unidad de religión, de lengua y de costumbres».
Y para Gregorio Marañón:
«El estudio imparcial de lo sucedido durante los ciento diecisiete años que duró el problema morisco da la impresión contraria: la impresión de un exceso de tolerancia, de generosidad, de celo evangélico, que se estrelló ante el espíritu de independencia del pueblo mahometano, excitado desde fuera con fines políticos por los países adversos a España. Con todos sus inevitables males y dolores, este pleito de los moriscos debe fallarse a favor del Estado español».
Creo que a nadie se le oculta que todas estas opiniones son de mucho más peso que las de los voceros del Gobierno.

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