miércoles, 27 de noviembre de 2013

VALENTINA ORTE: Un padre claretiano dos veces mártir

Padre José María Solé Romá, C.M.F

Un Hombre de Dios seguidor de Aquél que vino al mundo para dar testimonio de la Verdad. Imitador en su sufrimiento del Varón de dolores, del gran Crucificado. "Alter Christus" siempre apoyado y confortado en su camino vital por su amor filial al Sagrado Corazón de María


En una zona de la provincia de Lérida, se encuentran una serie de pequeños municipios impregnados tradicionalmente de vestigios marianos. Uno de ellos es Maldá situado en la comarca de Urgel, extraordinario lugar en el que en 1854 la venerable Filomena Ferrer tuvo un gran éxtasis sobre la Inmaculada, cuatro años antes de que, al otro lado de los Pirineos, la Virgen de Lourdes dijera a Bernadette: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Miralcamp, perteneciente a la misma comarca y no lejos de Maldá, celebró en 1904 el Jubileo de la Definición Dogmática de la Inmaculada (1854) a la que los fieles del pueblo siempre tuvieron gran devoción. En este ambiente nació el 5 de agosto de 1913, quien años después, naturalmente, sería Claretiano: Hijo del Inmaculado Corazón de María, José María Solé Romá. Ordenado en Barbastro  el 19 de abril de 1936, el nuevo sacerdote aunque contaba sólo 22 años, tenía ya una gran madurez. Sabía que ordenarse en tales momentos era exponerse a ser inmolado.

Los claretianos se convirtieron en una de las Congregaciones con más sacrificados. La provincia religiosa de Cataluña contribuyó con 200 claretianos víctimas de la barbarie; de ellos, 69 de Cervera. Muchos de los compañeros del P. Solé fueron inmolados. Entre éstos, el P. Girón, considerado padre de los pobres, y el Hermano Saperas, gran víctima de la castidad. El Seminario claretiano de Barbastro se convirtió en el "Seminario mártir" (Juan Pablo II), con 51 claretianos beatificados.

Al estallar la revolución, el P. Solé acababa de ser nombrado Profesor de Filosofía del Seminario, por lo que tenía su residencia en Solsona. Viendo lo que se avecinaba, tras algunas aventuras, el 20 de enero de 1937 pudo por fin acogerse al amparo de su familia en su casa natal de Miralcamp. Desde su retiro obligado, fue interesando, más o menos confidencialmente, ̶ en un apostolado de catacumbas, ̶   a algunos de sus paisanos, a los de Mollerusa, Puiggrós... En ocasiones, asistieron a su misa hasta cuarenta personas. Parece ser que nunca dejó de celebrarla desde el inicio de la guerra. Seguía exponiendo su vida por los demás. Si se enteraba de que había un enfermo grave en otro pueblo situado a varios kilómetros de distancia, allí acudía a darle la extremaunción.

En los primeros días de diciembre de 1937, la situación militar y política se agravó por momentos. A últimos de marzo y primeros de abril de 1938 los nacionales vencieron la cerrada defensa organizada por la 46ª División de Valentín González “El Campesino”  y,  aunque el jefe miliciano de la 101Brigada, Pedro Mateo Merino, trató de impedir su avance volando en su retirada el puente del Segre, las columnas de Solchaga establecieron dos cabezas de puente en Balaguer y Serós ocupando también Soses y Aytona. Se esperaba el avance arrollador de los nacionales, puesto que el 16 de noviembre culminaron la acción decisiva de toda la guerra, la batalla del Ebro, donde quedó pulverizada una gran masa del ejército republicano. De los 100.000 hombres que rebasaron el Ebro en su ataque, sólo volvieron a repasarlo unos 15.000 en su huida.

Miralcamp distaba apenas veinte kilómetros del frente nacional. Los rojos parecían tremendamente agitados. Era de presumir, como en ocasiones semejantes, que todo se tradujese en una intensificación de registros, persecuciones, encarcelamientos, evacuaciones en masa, incendios, matanzas...Toda una estrategia de tierra quemada. Una alarma continua envenenaba el ambiente. Ante esa situación, creyó el Padre que, a pesar de las presiones de los suyos, que querían retenerlo a toda costa, no había otra opción que abandonar su refugio y presentarse a los jefes de reclutamiento del ejército republicano. Abrigaba una esperanza fundada. El P. Solé era una persona honrada y confiaba en la palabra del presidente de Gobierno cuando dictó sus famosos “Trece Puntos”; especialmente en el último de ellos: “Amplia amnistía para los españoles que quieran reconstruir y engrandecer España”

Pero sólo era una frase vacía, una falacia. Se trataba de un programa propagandístico y estratégico, que por su moderación intentaba buscar apoyos internacionales; sin embargo, los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, recelando, porque el programa de Negrín fue presentado en un momento de gran dificultad militar para la República, los ignoraron. La Unión Soviética, impactada por el triunfo de los franquistas en Aragón, interpretó también la presentación de los mismos como una señal de debilidad del gobierno republicano y, a pesar del cobro del oro del Banco de España, empezó a reducir progresivamente los suministros de ayuda a la República.

A última hora del 8 de diciembre de 1938, fiesta de la Inmaculada, se presentó el P. Solé al comandante de Mollerusa. Alegó su carácter sacerdotal y los “Trece Puntos” de Negrín. Fue bien recibido. Le entregó el comandante un documento que le garantizaba respeto y protección para comparecer en las oficinas del CRIM o Centro de Reclutamiento Militar de Manresa. Además, Pablo Vives, un sacerdote enrolado en Sanidad, realizó unas gestiones ante miembros de ese tribunal del CRIM. Se decía que dicho tribunal actuaba más o menos influenciado por el Socorro Blanco[1], bien organizado en la ciudad.

Hasta allá se fue el P. Solé, confiando en el documento y en las gestiones del Padre Vives, pero enseguida advirtió que todo había cambiado radicalmente. Llevaba la consigna de preguntar por determinada persona. No encontró a nadie. Coincidió con la ruptura del frente de Tremp, Serós y Balaguer, en una operación a gran escala por parte del ejército nacional; de ahí la desbandada. Ante el aún más, radicalizado  tribunal, prestó declaración. Resultado, orden de prisión en el calabozo junto a maleantes y milicianos caídos en desgracia.

La cárcel militar estaba en el edificio de las Hermanitas de los Pobres, junto a la Cueva de S. Ignacio de los Padres Jesuitas. Los bajos eran calabozos; el resto, cuartel. Al introducirlo en las celdas, los propios guardias, (por lo que se ve, en este caso gente humanitaria), le advirtieron: No se le ocurra decir a los demás prisioneros que es Vd. sacerdote. Lo matarían irremediablemente. Incluso tienen bombas de mano”. 

Pronto se dio cuenta de la catadura de aquellos presos. En su mayoría, eran del POUM y de la FAI; revolucionarios harto conocidos por sus fechorías, caídos ahora en desgracia y mantenidos en custodia por quienes trataban de imponer algún orden para no perder la guerra, o al menos, no desacreditar más a la República. Había también algunos desertores. A los tres días se celebró el juicio. Le acusaron  de emboscado o desertor por no haberse presentado a su debido tiempo. El Padre alegó en su defensa, su carácter religioso, sometido a la obediencia de sus superiores; y su condición de sacerdote, sin opción a tomar las armas, ni en uno ni en otro bando, pero que, amparándose en los Trece Puntos de Negrín, dijo que no tenía inconveniente en ser incorporado a Sanidad. El tribunal parecía estar conforme, pero no dictó sentencia; le reintegraron al calabozo.

Exasperados por el bombardeo de la aviación nacional, el 24, vigilia de Navidad, hacia el mediodía, empezó la etapa más dolorosa de lo que había de ser un terrible calvario. El Padre subió con otros treinta hombres a un camión que, pasando por Solsona, Basella y Oliana, les llevó a La Seo. Los prisioneros no recibieron comida alguna, pero los milicianos sí que se alimentaron bien en Solsona al tiempo que mantuvieron continua vigilancia sobre los presos quienes, muertos de frío, se arracimaban en el camión.

En La Seo, los distribuyeron por los claustros de la Catedral. El día de Navidad, lo pasaron haciendo refugios en la población. El 26, enterrando mulos en Castellciudad. Al igual que los pobres reos, consumidos por el inhumano trabajo los sufridos animales habían caído agotados en el trasiego de municiones y abastecimientos de los guardias de asalto que vigilaban el Pirineo. El 27, emprendieron la marcha, considerados ya  batallón disciplinario o de castigo, hacia el destino definitivo, el campo de trabajo de  San Juan de L’Erm[2]. Tardaron tres días en llegar. No recibieron alimento alguno. ¡Cuántos se compararían con los pobres mulos, condenados a un trabajo superior a sus fuerzas, sin descanso, mal comidos, perpetuamente hostigados... que hallaron en la muerte la solución de sus desventuras!

“¿La ocupación de los prisioneros? De sol a sol, a pico y pala, romper el hielo y abrir camino para las caballerías. ¿Alimento? Un cazo de agua de lentejas, sin sal, (las llamadas píldoras del Dr. Negrín), por la mañana; otro por la noche y un chusco de unos 250 gramos.”. Un miliciano recuerda el menú que les anunciaban en el parte diario del frente de Aragón. “A mediodía, lentejas con vinagre. Por la noche lentejas a la vinagreta”.“Y a trabajar, a trabajar sin descanso, hasta como recurso indispensable para desentumecerse del frío...bajo la mirada hostil de los milicianos y la amenaza de los fusiles..,” allí no había descansos, ni fiestas, ni domingos.

El alojamiento era una pequeña y destartalada barraca, por la que se filtraban el agua y la nieve, en la que no se podía estar mínimamente cómodo en ninguna postura. Eran dos compañías, en total, unos doscientos hombres todos hacinados, llenos de miseria y podredumbre. No se oían más que gritos, palabras soeces, maldiciones contra Negrín y todos los suyos.

Cada día salía una expedición de voluntarios hasta la Baseta, kilómetros más abajo. Solo llegaban hasta allí los camiones. Siempre bajo custodia, hacían dos horas de camino para desandarlo cuesta arriba cargados con los sacos del suministro; la parte mayor y mejor de esos víveres, para sus crueles guardianes; la más insignificante y miserable, para los reos. Continuamente hostigados por el frío intenso, azotados de manera inmisericorde por la nieve del invierno pirenaico que apenas dejó de caer un solo día, carcomidos por el hambre, cruelmente alejados a patadas y culatazos de las fogatas en que se calentaban sus verdugos y cuyo combustible había sido penosamente recogido por las propias víctimas. ¡Cuántos pobrecitos sucumbieron en aquellos barracones horribles, testigos impotentes de su propia disolución y aniquilamiento! ¿Cómo no iba a parecer todo aquello un trozo repugnante de la Siberia maldita, un “gulag”?

El 24 y 25 de diciembre de 1938 se desplomó el frente pirenaico republicano. Las divisiones del ejército nacional 150 y 62 del Cuerpo de Ejército de Urgel, al mando del general Muñoz Grandes, siguen la dirección Solsona-Ripoll. Las divisiones 61 y 63  y el Tercio Ortíz de Zárate avanzan hacia Coll de Nargó-Seo de Urgel-Puigcerdá, por lo que el calvario de los prisioneros se prolongó los últimos días de diciembre y todo el mes de enero. El 30 de diciembre empezaron la evacuación hacia La Seo. Los nacionales andaban ya muy cerca. El 26 de enero de 1939 cayó Barcelona. Las Cortes de la República tuvieron su última reunión a primeros de febrero en los sótanos del Castillo de Figueras, antes de abandonar el suelo español. En estas circunstancias nadie se preocupó de dar de comer a los pobres reos, ni siquiera el mísero rancho de lentejas a la vinagreta. El hambre los persiguió implacable. No probaron bocado los días 28, 29, 30. No era la primera vez.

El avance de los navarros e italianos continuó de modo irresistible. Gerona cayó el 5 de febrero. El mismo día, al amanecer cruzaban la frontera Azaña, Martínez Barrio y Companys. Al oeste, García Valiño entró en la ciudad episcopal de Vich. El 8 de febrero, los navarros entraron en Figueras y el 9 Solchaga y Moscardó llegaron a la frontera francesa, aquél en Le Perthus y éste en las montañas de Nuria. Ante esta situación, la evacuación desde La Seo de Urgel fue terriblemente penosa. Caminar, siempre caminar, caminar sin descanso ni lenitivo alguno, a través de las montañas. Posiblemente el jefe de los terribles guardianes fuera Manuel Astorga Vayo[3], comunista, agente del SIM y jefe del campo de trabajo número 3, situado en Omells de Na Gaia (Lérida), en el que centenares de personas sufrieron cautiverio y encontraron la muerte. Sádico y torturador de los indefensos prisioneros, parece que fue el organizador de las que, por su dureza, recibieron la denominación de las marchas de la muerte. Esdecir, el éxodo forzado de prisioneros de guerra u otros que, obligados a la retirada, debían caminar largas distancias por un periodo de tiempo extremadamente largo sin proveerles de comida o agua. Los prisioneros que colapsaban eran dejados a su suerte o ejecutados por los guardias.

Esto es lo que sufrió don José María. En una de esas terribles caminatas, entre ventiscas y hielos, remontaban una montaña, el 15 de febrero hacia Lles, próximo a Martinet. Un buen muchacho de Vich, consumido de miseria, bajo el peso del pico y la pala, cayó extenuado... no podía tenerse en pie. ¡Si al menos aquellos milicianos fuesen hombres de corazón...!  Era demasiado pedir. Parecían extracciones malditas de los más bajos y corrompidos fondos sociales. Todo lo arreglaban a patadas, culatazos y blasfemias. Sólo un sargento parecía más comedido. Pero cuando quisieron tantear sus sentimientos, demostró ser digno compañero de los de su oficio. ¡No hay derecho!, exclamó el pobre muchacho, dirigiéndose al miliciano. El sargento hizo un signo expresivo al soldado, diciéndole: Haz lo que quieras. Debía de ser la consigna para los verdugos. Allí mismo, el cancerbero le descerrajó tres o cuatro tiros. Luego, a puntapiés le hizo rodar barranco abajo por un despeñadero. Era lo que se conocía como consejo de cuneta”. Todos pudieron advertirlo con horror.  Aunque el P. Solé estaba algo alejado, siguió con dolor el desarrollo de la situación pues el pobre muchacho formaba parte de un grupo de cinco, con los que mantenía buena amistad. Desde su lugar de infortunio, a escondidas, le dio la absolución.



Llegaron por fin a Bellver de Cerdaña. Allí encontraron otro batallón disciplinario. Era el día 6 de febrero de 1939. Todos fueron concentrados en la Iglesia. El P. Solé se separó del grupo y se tendió en un rincón sobre la paja. No podía más. La muerte planeaba inexorable sobre los pobres prisioneros. Desde el 28 de enero al 6 de febrero, no habían comido nada. Casi todos morían, deshechos, disueltos en una diarrea pertinaz, consecuencia inexorable de una avitaminosis agotadora. Se sentía morir. Se le acercó un prisionero prácticamente moribundo. El P. Solé se dio cuenta de que era un sacerdote. Le confesó... No pudo hacer más. Ya le tuvo tan por muerto como él mismo se sentía.

Al dar la orden de marcha en Bellver, el Padre se tumbó en la cuneta. Imposible dar un paso, y aún quedaban 16 kilómetros largos. Contaba con dos buenos amigos en el grupo, Terricabras de Folguerolas y Nogueras de Arenys de Mar. Acudieron ambos solícitos, le ayudaron a levantarse y le iban sosteniendo cariñosamente, cuando, a buen seguro, también ellos necesitaban alivio. Al percatarse, el guardia dio unos gritos furibundos y empuñó amenazador el fusil.

En aquel momento, pasaba un auto con dos militares hacia Puigcerdá. La Seo ya había sido abandonada, cayó el 6 de febrero. Pararon el coche. Todo estaba cubierto de nieve; apenas quedaba un sector de la carretera algo transitable. Creyeron que se trataba de una avería. Preguntaron al guardia qué pasaba. “Vamos todo el grupo hacia Puigcerdá”.

Creyendo los oficiales que se trataba de un soldado, dijeron al guardia: Que suba ése.
Aprovechó el guardia la oportunidad, y subió también al coche. Así pudo fugarse sacando ventaja del infortunio de su desgraciado prisionero. Los demás continuaron su penoso camino fuertemente custodiados. En Puigcerdá, dejaron al Padre a la entrada de un hotel convertido en hospital. Allí no había nadie, ya lo habían desalojado. Encontró una cama y se tendió en ella. Eran como las cinco de la tarde del día 6 de febrero. Pasó dos noches sin ver a nadie y sin tomar medicinas, ni alimentos, feliz, por lo menos, al encontrar un relativo descanso. El 8, estalló el polvorín de Puigcerdá con un estruendo enorme dejando todo en la más completa oscuridad. Al cabo de una hora, pasaron unos muchachos de Sanidad, en servicio de inspección. Al encontrarle allí; creyeron que era un soldado, y en una ambulancia le trasladaron a La Tour de Carol, en la vertiente francesa del Pirineo.

En aquel lugar pudo valorar, por primera vez en su vida, la importancia que tenía una taza de leche. Le supo a manjar exquisito. Hacía doce días que no había comido absolutamente nada, desde el 28 de enero al 8 de febrero, lo que le había convertido en una sombra evanescente. ¿A qué quedaría reducido, él, tan enjuto de carnes, ya de suyo, como hecho de puros sarmientos? Aquél de quien, siendo superior de la comunidad de San Antonio Ma Claret, refiriéndose tanto a su espíritu como a su aspecto externo, decían festivamente en unas coplas:

"en lucha con el “hombre viejo”
ha ido dejando su pellejo"

Al agotamiento y debilidad física había que añadir su lamentable situación higiénica. Desde la salida de la cárcel, a causa de las penalidades sufridas y del trato dado a los prisioneros no le fue posible lavarse, afeitarse, ni cambiarse de ropa. Iban llenos de llagas y miseria, devorados por los repugnantes piojos. Los desinfectaban con zotal, como a animales. Tenían el mismo aspecto que aquellos que años después vimos salir de Mauthausen (del que muchos dicen era el infierno en la tierra), Dachau, Auschwitz  y tantos otros; o quizás, con más propiedad, semejantes a los inquilinos de los gulags, los campos soviéticos que con tanto detalle describe Solzhenitsyn. Está claro que, aunque España había firmado el Convenio de Ginebra de 1929 “para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de los ejércitos en campaña y el trato a los prisioneros de guerra”, los representantes del Gobierno republicano hacían caso omiso de lo firmado por un anterior gobierno de España.

En la Tour de Carol, ya en territorio francés, lo llevaron a una sala de la estación donde la Cruz Roja tenía reunidos a los tifoideos. Le atendieron cuidadosamente. Le proporcionaron  leche, medicinas...El Párroco de La Tour le visitó a la mañana siguiente como hacía cada día con los evacuados que constantemente iban llegando, todos en estado lamentable. Un oleaje continuo iba lanzando sobre toda la frontera un número exorbitante de evacuados civiles y militares, prófugos, enfermos...  El Padre se dio a conocer al buen Párroco y le encargó llamase a los Padres Claretianos de Marsella para que vinieran a buscarle. Intervino también el P. Illa que andaba prestando servicios de enfermero y apresuró los trámites.

El Padre Esqué, también CMF, fue quien se enfrentó a las Autoridades galas porque, visto el estado en que se encontraba, ̶ tan extenuado, tan exhausto de cuerpo y de alma, que puede decirse que ni fuerzas tenía para morirse, ̶  consideraban que no valía la pena dedicarle esfuerzos cuando había tantos refugiados por cuidar. Habló con firmeza al Prefecto y le expuso el caso, pero según las normas establecidas, el P. Solé debía ir, no a un hospital sino a un campo de concentración, porque, aunque medio muerto, no era herido de guerra. No obstante, soy católico, dijo el Prefecto, y no puedo permitir que muera un inocente. También soy francés y he de acatar las leyes. De todas formas queda un recurso. Le haremos un documento de político destacado de izquierdas, sin decir que está enfermo, para que pueda circular libremente. Y ahí tenemos, por ironías de la vida, a nuestro buen Padre Solé, convertido, de confesor de la fe, en político destacado de izquierdas, como un mandamás, hechura de Negrín el de los Trece Puntos, o cualquier quema-conventos, sacrílego matacuras, o improvisado jefe de pandilla[4].

Compareció rápidamente el P. José Sirvent, escapado de la comunidad de Barcelona y residente en Marsella, quien se hizo cargo del enfermo y agenció su evacuación. Hubo que telefonear a cincuenta kilómetros para encontrar un coche. Tuvieron que quedarse en Perpiñán porque era imposible, por el estado en que se encontraba el  P. Solé, llegar a la Casa de Narbona. En la noche del 10 al 11 de febrero de 1939 intentaron ir a una clínica. “No lo podemos admitir, dijeron, porque éste se muere de aquí a dos horas”.

Lo llevaron a un hospital, atendido por las hijas de S. Vicente de Paúl. Las buenas monjas movilizaron rápidamente todo el equipo de médicos. Durante diez días, el enfermo estuvo sometido a radiografías, análisis... Poco a poco el tratamiento que le pusieron, hizo que se sintiera algo mejor, de modo que hacia el 20, salió para la Casa de los claretianos en Narbona, donde descansó hasta el 6 de marzo en que llegaba a Marsella. La recuperación fue muy lenta. A sus 26 años, debía guardar mucho reposo y caminar, aunque lo hiciera muy dificultosamente ayudado de un bastón.

Para el 5 de mayo de 1939 ya se encontró con fuerzas para hacer el viaje de vuelta a España. Lo hizo por Santander; allí, siguiendo los trámites normales, pasó por el campo de concentración de la plaza de toros desde donde fue destinado al hospital para sustituir al capellán que disfrutaba sus vacaciones. A principios de junio, al recibirse los avales pertinentes, pudo pasar por la comunidad de Alagón para finalizar su periplo martirial el 25 del mismo mes en la casa de Solsona de la que, tres años antes, el 21 de julio de 1936, le había arrojado la revolución.

Años después, dos sucesos le recordaron sus vivencias martiriales. Uno, cuando  hubo de predicar un novenario en Susqueda (Gerona). Una muchacha le recordó la desaparición de su novio, muerto y despeñado por los milicianos en la retirada. El P. Solé con la ayuda de aquellos miembros del grupo de Vich que pudieron salvarse, consiguieron recuperar el cadáver para así proceder a darle cristiana sepultura. Otro caso curioso y de gran alegría para él se produjo el año 1953 cuando fue a Reus para predicar un retiro a los sacerdotes. El Prior Mosén Duc le preguntó (como a todos los claretianos que por allí pasaban), si tenían noticias de un religioso muerto en la iglesia de Bellver durante la retirada. Atando cabos, uno y otro se reconocieron. Era aquél a quien había dado la absolución y al que creyó que quedaba muerto. No acababan de salir de su sorpresa. Al fin, se fundieron en un fuerte abrazo, como dos seres surgidos de ultratumba.

Las reflexiones sobre su vida durante el período de guerra le llevaron al convencimiento de que si Dios le había salvado de aquel martirio era porque le reservaba la vida para que hiciera mucho bien en ella, diera muy buen ejemplo y padeciera todavía un larguísimo martirio corporal y espiritual. Así fue. Una nueva penalidad le acechaba. El día 10 de Mayo de 1981 en la Travesera de Dalt de Barcelona fue tiroteado, tres días antes de que el Papa Juan Pablo II sufriera su atentado en la Plaza de San Pedro.

Mientras caminaba por aquella calle barcelonesa, el Padre Solé Romà fue herido de bala de pistola, por el mismo motivo que se mataba durante la guerra civil: únicamente por ser sacerdote, como denotaba su sotana. Nunca se supo quién le disparó. Tampoco parece que las autoridades demostraran gran celo en descubrirlo. La bala le cortó un nervio del cuello y le afectó el brazo. Desde entonces, le acompañó un dolor físico terrible, continuo, agudísimo, que le impedía dormir y hasta llevar la sotana ya que no podía ni aguantar el peso de la ropa por lo que debía llevarlo al aire. En ningún momento consintió desprenderse de ella y ofreció todos sus sufrimientos por el Papa cuando se enteró de los sucesos en la Plaza de San Pedro. Arrastró con humildad y paciencia las consecuencias de aquel atentado hasta su fallecimiento el día 19 de enero de 1992.

Según su condiscípulo el P. Domingo Pallás, también claretiano y compaisano suyo, "la causa remota, pero muy determinante de su muerte, fue sin duda la extrema debilidad de todo su organismo, producida paso a paso por aquella bala criminal que, si bien desviada por una mano invisible para evitar que cayese muerto en el acto, le dejó los dos nervios motores del brazo izquierdo tan maltrechos, que fueron inútiles todos los esfuerzos de los médicos. (....) Los insomnios consiguientes, la inapetencia, los acerbos y continuos dolores día y noche, fueron minándole sus fuerzas físicas ya de natural bastante decaídas y limitadas".

Los padres claretianos que le trataron coinciden en que: “Su cuerpo muy flaco, y enfermo de pies a cabeza, le hacía parecer un cadáver animado, un crucifijo viviente. Era increíble aquella extrema claridad mental, aquella exquisita espiritualidad en un cuerpo tan enfermo. Ello sólo puede explicarse por una irrupción extraordinaria de la vida sobrenatural o por un milagro continuo. Vivir de este modo diariamente su prolongado martirio, no parece que pueda explicarse de otro modo que presuponiendo en él una gran unión mística”.

Estas frases retratan con claridad los últimos años de su vida: sufrimiento incesante del cuerpo incrementado por el sufrimiento espiritual que le supuso comprobar “tantas ruinas actuales en donde él había visto años atrás magníficas promesas”. Más de una vez “me hizo confidencias personales por las que podía calibrarse el tormento de su alma apostólica y sensible ante hechos negativos incuestionables”[5]´[6].

En este recordatorio de la vida del P. Solé no podemos dejar de completar su personalidad. Fue un hombre que brilló como predicador, director espiritual y escritor pleno de espiritualidad. Entre otras obras publicó "Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo", "La Iglesia, grande misterio", "Ahí tienes a tu Madre" (traducido al catalán), "Una llama de caridad" (biografía de la M. María Güell, fundadora de las Misioneras Cordimarianas) y "El camino espiritual de Filomena Ferrer" (la Venerable monja mínima del Convento de Valls). Un compañero claretiano destaca entre sus obras el titulado "Apóstoles de Cristo", “que me gustó tanto que regalé un ejemplar a un religioso que parecía tener dudas acerca del valor de su Sacerdocio”.[7]


[1] Organizado como contraposición  al Socorro Rojo, participaba principalmente en actividades de ayuda; también se dedicaba al espionaje y al entorpecimiento de las labores de los republicanos. D. José María García Lahiguera fundó el Socorro Blanco Sacerdotal que alivió muchas necesidades, soledades y amarguras de sacerdotes supervivientes a las persecuciones. Félix Verdasco: “Medio siglo de vida diocesana matritense”. Madrid, 1967
[2]El 28 de diciembre de 1936 García Oliver, ministro de Justicia, creó  una serie de campos de trabajo para los prisioneros de guerra nacionales. Sobre sus puertas podía leerse el lema: “Trabaja y no pierdas la esperanza”. Éste de San Juan de l’Erm, que recibe su nombre de la ermita en los límites de los ríos Pallars y Urgelet, estaba situado en zona agreste y mal comunicada de unos setenta kilómetros cuadrados de bosque, una de las mayores reservas forestales de Cataluña.
[3] Después del repliegue  de Cataluña huyó a Francia, y en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer antiguos compañeros le asesinaron enterrándole vivo. Fue el creador del método Astorga para mantener la disciplina que consistía en fusilar a cinco prisioneros por cada uno que se fugaba, (Juan Pujol en “Historia y Vida”, enero de 1975). Para el socialista Ministerio de Cultura figura como una de las "Víctimas de la Guerra Civil y Represaliados del Franquismo", (resulta más cómodo que decir la verdad). http://angelmanuel-gonzalezfernandez.blogspot.com.es/2010/11/exiliados-y-maquis-asesinados-por-los.html.  El error persiste sin que el Ministerio de Cultura posterior se haya tomado la molestia de corregirlo.
[4] Este trabajo sigue los relatos de los Padres Claretianos  Antón Mª Sánchez Bosch, Julián Pastor, José Vernet Mateu y del firmante Oriolt en  la página de Germinans Germinabit.
[5] Antón Ma Sánchez, C.M.F.
[6] Quizás desilusionado (según sugerencia de Germinans Germinabit), por la actitud de algunos religiosos dispuestos a pagar un peaje para ser considerados “políticamente correctos” en Barcelona, que les llevó a asumir en su ideario declaraciones como: “més enllà de les creences religioses que ens guien i mouen, creiem en els valors humans com a motor social i de canvi envers una societat més sostenible, justa i fraterna per a tothom”: Más allá de las creencias religiosas que nos guían y mueven, creemos en los valores humanos como un motor social y de cambio hacia una sociedad más sostenible, justa y fraterna para todos. Esa postergación de las creencias religiosas en favor de ideas o proyectos políticos, le causó mucho sufrimiento al final de sus días.
[7] Antón Ma Sánchez, C.M.F.

Valentina Orte

No hay comentarios:

Publicar un comentario

No se aceptan los comentarios ajenos al tema, sin sentido, repetidos o que contengan publicidad o spam. Tampoco comentarios insultantes, blasfemos o que inciten a la violencia o a actos contrarios a la legislación española y a la moral católica. Los comentarios no reflejan la opinión de H en L, sino la de los comentaristas. H en L se reserva el derecho a modificar o eliminar los comentarios que considere que no se ajusten a estas normas. Los comentarios aparecerán tras una validación manual previa, lo que puede demorar su aparición.