jueves, 24 de julio de 2014

BLAS PIÑAR: El ángel del Alcázar


Una satisfacción especial me produce el recuerdo de Antonio Rivera Ramírez. No se trata tan solo de contactos y relaciones personales, sino de dar a conocer a quien conocí y admiré, y a quien he tenido y tengo como arquetipo de una generación ejemplar, que supo dar la vida por Dios y por España.

Desde esta perspectiva, rasgar el silencio antihistórico, es un deber de conciencia, y vencer la amnesia colectiva, con el rescate de la memoria, una obligación ineludible.


No es escasa la bibliografía sobre Antonio Rivera, y son muchos los artículos que sobre él se publicaron. Un libro, que en 1.957 publicó su prima hermana, María de Pablos Ramírez de Arellano, se titula; “El Ángel del Alcázar. Biografía de Antonio Rivera y su ambiente”. Me dedicó un ejemplar en el que escribió: “Que el cariño que Antonio te tuvo, sea desde el cielo tu ayuda constante”.

El libro comienza con un recuerdo precioso del cardenal don Marcelo González, arzobispo de Toledo, con una presentación que firma la autora y un prólogo de José Rivera, hermano de Antonio y sacerdote, cuyo proceso de beatificación, como el de Antonio, está en marcha. El epílogo es mío. Reproduzco algo de lo que escribí en aquella ocasión: “(de Antonio Rivera) aprendí más que con sus palabra, con su ejemplo, mucho de lo que ha ido perfilando (mi vida). Ahora… debemos recordar a quien ofreciéndose a sí mismo una conducta a seguir y el testimonio más alto de la fuerza y el valor de unos ideales”.

Por esos ideales se luchó en una Cruzada por Dios y por España, -pues así es como hay que valorar y calificar a la guerra, que hoy secularizada, se denomina pura guerra civil y fratricida-, cuando en realidad, como se ha escrito, fue un enfrentamiento victorioso contra las potestades y los espíritus infernales. Identificar el perdón con el olvido, es uno de los más graves errores que se pueden cometer.

Como no he de entretenerme mucho, fijaré mi atención en lo que entiendo es lo más significativo en su vida breve. Nació Antonio en Riaguas de San Bartolomé (Segovia) el 19 de Julio de 1.916 y muere en Toledo, el 20 de Noviembre de 1.936.

A los 14 años era presidente en Toledo de la Federación de Estudiantes Católicos. El 14 de Abril fue nombrado por el cardenal Gomá presidente de la “Unión Diocesana de la juventud Masculina de Acción Católica”. Organizó los actos del IV Congreso Nacional, (del 12 al 15 de Octubre de 1.933), que se celebró en el Salón de Concilios del Palacio Arzobispal. Hubo en Toledo una huelga revolucionaria, que se convocó con estas “delicadísimas frases”: “ni pan ni agua para los perros fascistas”, “Marcha fascista sobre Toledo” y “se concentran los asesinos del proletariado”.

Fue combatiente voluntario en el Alcázar. Acudió con un rosario, un cilicio y el evangelio de San Juan; y en la fortaleza usó el arma para combatir, como soldado; pero sin odio, como le exigía su fe. No olvidó, en ningún momento, su vocación apostólica. Por una parte, con sus compañeros de la Juventud, que con él combatían, fundó un Centro de Vanguardia y llegó a convertir a quienes necesitaban de conversión o tenían dudas, como por ejemplo a José Luis Villalba que luego escribía: “primero creí en él, y más tarde creí por él”.

Lo más destacado de su comportamiento en el Alcázar tuvo lugar el 18 de Septiembre de 1.936, es decir, el día en que explosionó la mina, con la que se buscaba no solo la destrucción de la fortaleza sino la rendición de los defensores. Los milicianos, en su ataque, llegaron, marchando sobre las ruinas, a dominar el patio. Una de las ametralladoras quedó abandonada y era urgente su rescate para evitar que, cayendo en manos del enemigo, este la utilizara contra los que heroicamente resistían.
Antonio Rivera, aunque no solo, fue, con enorme valor, a recuperarla. Una bomba de mano le hirió en el brazo izquierdo, que le quedó pendiente de un hilo. Sujetándolo con el derecho pudo llegar a la enfermería. Sus gritos no eran los del dolor profundo del desgarro, sino, con la profunda emoción de quienes estaban presentes, los de ¡Viva Cristo Rey! Y ¡Viva España!

Los doctores Daniel Ortega y Manuel Pelayo Lozano, médicos militares, tuvieron que amputarle por completo el brazo. Rivera renunció a la anestesia, porque quedaba muy poca, y otros podían necesitarla.

En todas las biografías de Antonio que tengo en mi biblioteca se narra con unanimidad, que Moscardó fue a la enfermería a verle, y que le dijo: “Te he visto cruzar por el patio dando vivas a Cristo Rey y a España, y he tenido un escalofrío de emoción al contestarte. He mandado que en la Orden del día te citen como “muy distinguido”. Riverita voy a darte un beso en nombre de tu padre”.
“Valiente, valiente ese muchacho”, repetía el entonces Coronel Moscardó.

Liberado el Alcázar, fue trasladado a su casa. Tuvo una septicemia, que entonces era incurable. Sufrió muchísimo. Cuando se le preguntó como estaba respondió: “me estoy muriendo”, a la vez que preguntaba: “¿Qué queréis del cielo?” Murió, como hemos dicho, el 20 de Noviembre de 1.936, (a las siete menos veinte de la tarde), en olor de santidad. Decía el Cardenal Gomá el 12 de Enero de 1.940: “Bellísima fue la muerte de Antonio. Bellísima y dichosísima. Fue el remate, glorioso y brillante, del sólido edificio de su vida. Muere, con la serenidad del hombre fuerte, del cristiano concienzudo que va a pasar los umbrales de la eternidad.

Encendidas por su orden todas las luces del recinto, el Ángel del Alcázar, enarbolando con su brazo único la imagen de Cristo Crucificado, gritó ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! Así, en aquel recinto de muerte, se condensó en forma heroica lo más grande que hay en el mundo, una vida tronchada en flor en holocausto a la Patria, una alma recia de caballero español y cristiano”.

El cuerpo mutilado del “Ángel del Alcázar”, con hábito de la Hermandad del Cristo de la Expiación, y envuelto con las banderas de España y de la Juventud de Acción Católica, fue llevado a hombros, cuenta su biógrafo Luis Moreno Nieto, al panteón familiar en el cementerio de Toledo.


A petición de numerosos prelados, fue abierto el proceso diocesano de beatificación. El cardenal y arzobispo de Toledo, nombró postulador de la causa de Antonio en 1.959 a Don Irineo García Alonso, que fue canónigo penitenciario de la Catedral y luego obispo de Albacete. En 1.952, se constituyó el Tribunal, presidido por el obispo Auxiliar don Anastasio Granados.

Se constituyó, con anterioridad, un Secretario para la beatificación del Ángel del Alcázar, con una Junta de honor y una Comisión ejecutiva. Su Eminencia me nombró secretario de la Junta y presidente de la Comisión.

Trabajamos intensamente. En aquella época, y compartiendo que Antonio era un símbolo personal de la Cruzada, hubo un deseo unánime de hacer todo lo que estuviera en nuestra mano para que la Causa siguiera adelante. El Secretariado publicó periódicamente una “Hoja Informativa, y vieron la luz muchos artículos y varias biografías. Conseguimos que en unas veinticinco ciudades españolas se le dedicaran calles (entre ellas Madrid). Declararon en el proceso numerosos testigos (de dichas declaraciones conservo copias), se dieron conferencias y celebraron actos, con numerosa asistencia juvenil, en varias diócesis.

Hago referencia más concreta a los dos placas (creo ya han desaparecido) que se colocaron sobre el lugar que en los sótanos del Alcázar ocupó Antonio para ser operado. Una decía así; “Homenaje del Secretariado pro beatificación de Antonio Rivera, en el XVI aniversario de su muerte 20-XI-1957”.
El texto de la otra es el siguiente: “Al Ángel del Alcázar en testimonio de admiración y cariño la juventud de Acción Católica de la Diócesis de Toledo. Pentecostés 1.943”.

En la casa, que era domicilio de la familia Rivera, sita en la Plaza de Santa Isabel, se había colocado otra placa el 26 de Abril de 1.953 con el siguiente texto: “Aquí vivió y murió Antonio Rivera Ramírez, el Ángel del Alcázar. La ciudad de Toledo le dedica con emoción este recuerdo”. Las fotos que registran el descubrimiento de la placa, ponen de manifiesto la enorme concurrencia y quienes, eclesiásticos y seglares, pronunciaron unas palabras.

Por si esto fuera poco, en el monumento restaurado del Corazón de Jesús, en el Cerro de los Ángeles, está la figura de Antonio Rivera. Así se refleja, escribía Luis Moreno Nieto, el sentido religioso de la Cruzada española, y a sus combatientes, añade su prima María de Pablos.

Por su parte, Juan Avalos, el famosos escultor, del que fui amigo, se ocupó del busto que había prometido hacer del Ángel del Alcázar. En Enero de 1.959, en unas declaraciones que hizo a Antonio Horcajo Matesanz, dijo que el Ángel del Alcázar es hoy el mejor ejemplo a presentar a los muchachos del mundo. A mí me ganó como prosélito para su causa de beatificación; es que en Rivera todo es auténtico, en él brilla lo verídico ante todo, y yo lo que más admiro y amo es la verdad”.

Testimonios de la vivencia colectiva de lo que Antonio Rivera representaba son, desde el Colegio Mayor para Universitarios Trabajadores, en la Ciudad Universitaria de Madrid, hasta una falla “Ángel del Alcázar”, en Valencia, en 1.994.

Ya puede suponerse el lector que el proceso para la beatificación de Antonio, quedó paralizado, como los de todos los mártires españoles por la Roma del Concilio Vaticano II, coincidiendo con el arzobispado en Toledo del cardenal Tarancón. Gracias a Juan Pablo II, que rechazó la oportunidad política de la paralización, se reabrieron las Causas, y desde entonces son cientos los españoles que han sido beatificados y canonizados.


Es lógico que ello nos colme de alegría. Nos queda, sin embargo, el dolor y la pena, de que, espero que como algo residual y superable, queda el hecho de que, precisamente en Roma, se desglosa y separan, los expedientes de quienes, como el P. Huidobro S. J., Antonio Molle y Antonio Rivera, (el primero murió en el frente, siendo capellán; el segundo, brutalmente torturado y fusilado por los rojos, después de hacerle prisionero, y el último, víctima mortal, a consecuencia de la amputación de su brazo izquierdo cuando combatía en el Alcázar).

De la impresión de que quienes entregan su vida en defensa de la fe, no pueden ser mártires. Los que así opinan, tendrán sus reservas para reconocer como santos a Juana de Arco, a San Luis, rey de Francia, a Fernando III, rey de España, y a los cristeros mejicanos y tampoco, por supuesto, mostrarán simpatía por la convocatoria de las Cruzadas.

Este desglose, que, sin excepción, separa martirio y santidad, no es lo que mantienen teólogos y autoridades eclesiásticas. Ya Santo Tomás de Aquino, nos enseña que “el bien humano puede hacerse divino si se refiere a Dios”. Si esto es así no llego a entender lo que María Encarnación González Rodríguez nos dice en la Introducción al libro “Los doce obispos mártires de siglo veinte en España”, recientemente editado por la Conferencia Episcopal española, que afirma: “El mártir no es un caído en el campo de batalla por militar en uno de los bandos contendientes, por muy justa que considere la causa que defiende o muy virtuosa que haya sido su vida”.

No comparten esta opinión Alférez Calleja, que dice que se “puede ser un mártir muriendo en la guerra justa, sobre todo en las de religión, porque si son bienaventurados los que mueren en el Señor ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?”.

En la misma línea, el teólogo Vermech escribe que “probablemente son mártires… los soldados que sucumben en una guerra justa, si su amor a la patria va unido al de Dios”.

Ratifica esta posición Pla y Daniel, que en su pastoral de 30 de Septiembre de 1.939, “El triunfo y la resurrección de España”, se expresaba con toda claridad: “son verdaderos mártires los que mueren en el campo de batalla en defensa de la religión o aun simplemente de la patria referida a Dios con patriotismo cristiano”.

Y nada menos que el Papa Benedicto XV, compartiendo la misma idea hizo constar que “el martirio consiste en sufrir o tolerar la muerte por la fe en Jesucristo o por otra acto de virtud referido a Dios” (y no cabe la menor duda de que el verdadero patriotismo es una virtud que se enmarca en el cuarto mandamiento).

El contacto que mantuve con Antonio Rivera, cuando vivía, y mi identificación con cuanto él para mi representa, después de su muerte, me urge a estimar muy justo, y así proclamarlo, que se le considere como un símbolo, un patriota, un héroe, un mártir y un santo.

- Como símbolo: “modelo de los jóvenes de Acción Católica y de toda la juventud de España”. (Pla y Daniel).

- Como patriota: “su visión de la Patria era a través de Dios” (José Rivera Lerma, padre de Antonio).

- “Rivera amó a España hasta el extremo, hasta dar la vida por ella. Amó a España con el amor más fuerte con que la Patria puede ser amada, con el amor y la caridad de Dios. Amó a España con caridad heroica”(Mari de Pablos).

- “Antonio Rivera es un hombre que representa la unión de toda la juventud española ante el altar de la Patria “(Gomá).

- Como mártir: “Antonio triunfó y ha entrado por la puerta de los mártires en el divino Alcázar” (Manuel Aparici).

- “Cuatro meses de martirio y después el cielo” (Antonio Rivera).

- “El ángel del Alcázar, gloria de la Acción Católica, orgullo del Ejército español, y mártir de Cristo Rey” (Radio Club Portugués).

- “Apenadísimo fallecimiento querido Antonio, reciban sentido pésame, consuéleles pensamiento tienen en el cielo a un mártir” (Gomá en el telegrama de pésame a los padres de Antonio Rivera).

- Como santo: “le necesitamos sobre un altar. Que hoy miles y miles de jóvenes sepan que un estudiante como ellos, un hombre con chaqueta y pantalón, fue santo, de la manera más sencilla y más difícil que pueda darse” (Enrique Cubillo). “El mérito de Rivera está en haberse adueñado, viviéndola en toda su amplitud, de la vocación colectiva de toda una generación; la santidad de Antonio era una exigencia de su destino apostólico” (Anastasio Granados).

- “¿Cómo es posible que nos reunamos aquí tantos a proclamar la santidad de Antonio Rivera?” (Gregorio Modrego Casaus, siendo obispo de Barcelona).

- “Si es voluntad de Dios veremos a Antonio Rivera en los altares como auténtico modelo de virtudes cristianas y patrióticas”. Cardenal Enrique Pla y Daniel, siendo arzobispo de Toledo).

- “En el cielo está, podemos afirmar con todas las presunciones morales de la certeza de su definitivo destino” (Cardenal Gomá).

Antonio Rivera se propuso ser santo y aspiró serlo para el día 25 de julio de 1.936, en que la juventud de Acción Católica proyectaba una peregrinación a Santiago de Compostela, es decir, en el día en que se festeja al Patrón de España, y que no pudo celebrarse por la guerra que había comenzado el 18 de julio del mismo mes.

Estoy seguro, que las palabras –y lo que exigían– del himno de la Juventud masculina de Acción Católica, las tuvo muy presentes, pues “ser apóstol o mártir” se abrazan y vivifican la santidad. Su “Para Santiago santo”, comenzaría a cumplirse en la defensa del Alcázar de Toledo; pero una contemplación de la santidad, “sui generis”, porque la proyectaba sobre el combate que a sangre y fuego se estaba librando en nuestra tierra entre el Bien y el Mal. Una frase suya que se refiere a si mismo fue esta: “La salvación de España puede depender de mi santificación. Necesidad de ser santo, por la juventud de Acción Católica, por España y por mi”.

Con precisión y valentía, María de Pablos, enfoca el tema de que me ocupo. En una carta escribió: “No nos interesa un nuevo santo; nos interesa un santo así. Un santo representante de pensamiento de España y quintaesencia de la juventud española, un santo que haga realidad en su vida las facetas más difíciles quizá en el hombre”, la guerra y el amor”.

Desde Argentina, Antonio Caponnetto, director de la Revista “Cabildo”, veía de este modo a Antonio Rivera, en la estrofa de una poesía de la que es autor y que dice: “Era el día de España, Antonio, lo sabías, el día de la Iglesia y las dos ultrajadas, vertical el Arcángel arengaba a sus huestes (y) abajo en la vanguardia con honor te alistabas”.

Con especial emoción, y para concluir este trabajo reproduzco, el texto, con el que me identifico, de un sacerdote, tan ejemplar como simpático, don Santos Beriguistaín: “No fue sin duda un azar que Antonio fuera combatiente. Dios dispone las cosas y esto fue providencialismo. Mártires tiene la Iglesia a millones; soldados santos que conviertan la brutalidad de la guerra en un derroche de caridad, que no pueden perdonar a los enemigos, porque no han sentido contra ellos ni un movimiento de odio, que hagan de la obediencia militar una virtud tan excelsa que pueda servir de ejemplo a los monjes más observantes, que den un tono constante y heroico a su actuación sin jactancias ni vino, que sepan mantener su paz y su sonrisa inalterables en un ambiente de psicosis de guerra, santos así no tiene tanto la Iglesia y santos hacen falta, más que nunca, ahora”.

Es un error creer que nuestra Cruzada pasó y que es preciso olvidarla. Muy pronto, quizá, toda la Cristiandad tendrá ante sus ojos la urgencia de una Cruzada, y millones de jóvenes combatientes deben saber de memoria que se puede ‘tirar sin odio’ y que se puede morir amando a los enemigos, como murió Cristo y como murió un muchacho de España que se llamó Antonio Rivera”.


Blas Piñar López []

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