martes, 22 de abril de 2014

EDUARDO PALOMAR BARÓ: 2 de abril de 1954: Llegada a Barcelona de los cautivos de la División Azul

Semiramis

A las cinco de la tarde del 2 de abril de 1954, entraba por la bocana del puerto de Barcelona el buque “Semíramis”, que enarbolando la bandera de la Cruz Roja, llevaba a bordo 248 combatientes de la División Azul, prisioneros en Rusia desde el final de la II Guerra Mundial. Las escenas que se vivieron en el puerto de la Ciudad Condal y aledaños, merecieron el calificativo de indescriptibles. Estallidos de cohetes, clamor de sirenas, compases de música militar, voces de júbilo, gente que subía a la cubierta escalando por las maromas, madres que volvían a ver a los hijos que creían muertos, desvanecimientos, lágrimas y muchas sonrisas. La emoción embargaba a los que aguardaban a aquellos héroes que regresaban a la Patria tras más de diez años de cautiverio y penalidades sufridos en la URSS.

La montaña de Montjuich, a lo lejos y en lo alto, se veía cuajada también de gente, así como la estatua de Colón, a la que se habían encaramado los más arriesgados.

A raíz de la muerte del mayor asesino de la historia, el sanguinario dictador Stalin, acaecida el 5 de marzo de 1953, se produjo un proceso de descongelación en la dura costra del régimen soviético y uno de los síntomas de este proceso fue la negociación que hizo posible el retorno de los voluntarios de la División Azul que aún quedaban presos en la URSS.

Desde que el “Semíramis”, fletado por la Cruz Roja francesa, zarpó de los muelles de Odessa, capital de la provincia de Ucrania a orillas del Mar Negro, el 27 de marzo de 1954, toda España estuvo pendiente durante seis días de este singular viaje de repatriación. En Estambul, y mediante una canoa, subieron a bordo del “Semíramis” un grupo de periodistas españoles, entre los que se encontraban Adolfo Prego de la Agencia Efe; Bartolomé Mostaza de “Ya” y “La Vanguardia Española”; Salvador López de la Torre de “Arriba”; José Luis Castillo Puche de “El Español” y Torcuato Luca de Tena de “ABC”. También lo hizo el embajador de España en Ankara, Alfonso Fiscowich, el cual fue recibido en el puesto de mando, los capitanes Oroquieta y Palacios, el teniente Rosaleny y el alférez Castillo. Se adelantó el más antiguo, que era Oroquieta y cuadrándose ante Alfonso Fiscowich, le dio un «sin novedad en el “Semíramis”, señor embajador», recordando aquel otro «sin novedad en el Alcázar, mi general» de Moscardó a Varela, en circunstancias igualmente alucinantes. El embajador, arrasados los ojos y con la voz quebrada les dijo: «Recibid el primer abrazo de España.»

Mientras navegaba el “Semíramis” por el Mediterráneo, la radio estuvo intercambiando emocionantes mensajes entre los recientemente liberados y sus familiares de España. Los soldados se apiñaban alrededor del receptor o bajo los altavoces que daban a cubierta para escuchar por Radio Nacional las emisiones de música regional que se emitían en su honor. A medida que se iban acercando a la Ciudad Condal, Radio Nacional de Barcelona anunció a los voluntarios que iban a escuchar las voces de los padres, los hijos, los hermanos que les esperaban en tierra. Aquellos hombretones se doblaban por la congoja y encorvados por los sollozos, al reconocer la voz de los suyos.

Presos en Rusia


Varios centenares de divisionarios españoles fueron hechos prisioneros en el frente ruso a lo largo de los años 1941-1944 y enviados a campos de concentración, tales como Borovichi, Jarkov, Rewda, Vorochilogrado. El cautiverio fue largo, pasando una espantosa miseria, hambre y un frío que llegaba a congelar sus cuerpos, todo ello agravado por un trato tan duro e inhumano que muchos de ellos dejaron sus vidas en esos campos rusos.

El magnífico comportamiento de los supervivientes, fue reconocido por sus propios guardianes, que se maravillaban de la gallardía, del aguante y de la indestructible fe de estos valientes soldados españoles. Los que regresaron en el “Semíramis” eran la quintaesencia de la lealtad, la estampa misma del honor, el símbolo del más difícil heroísmo. Y al frente de ellos, un hombre de alta estatura física y moral: el capitán Teodoro Palacios Cueto, que por dos veces fue condenado a 25 años de reclusión, con la rara fortuna de que estas condenas, que hubieran sido de muerte, le fueron impuestas durante los quince meses escasos que Rusia tuvo abolida la pena capital. El capitán Palacios se convirtió en jefe natural de estos combatientes cautivos, defendiendo con tesón a sus compañeros ante las autoridades militares soviéticas. Conoció celda de castigo, el suplicio del hambre, las amenazas y el aislamiento. A este indomable santanderino de Potes, le fue concedida el 19 de noviembre de 1967 la Cruz Laureada de San Fernando: “Como resultado del expediente de juicio contradictorio al efecto y de conformidad con lo propuesto por la Asamblea de la Real Orden de San Fernando y por el Ministro del Ejército, S.E. el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos Nacionales se ha dignado conceder la Cruz Laureada de San Fernando, al capitán de Infantería don Teodoro Palacios Cueto por su heroica actuación en el combate librado el día 10 de febrero de 1943 en el sector de Krasnyboor, del frente ruso, para la defensa de la posición guarnecida por la Unidad de la División de Voluntarios que aquél mandaba”.

La llegada a Barcelona del “Semíramis” relatada por Torcuato Luca de Tena


En su libro “Embajador en el infierno”, Torcuato Luca de Tena narra la arribada del buque “Semíramis” al puerto de Barcelona.
«El “Semíramis” disminuyó la marcha, las hélices perdieron velocidad. La costa, radiante de sol, se perfilaba nítida y perfecta frente a nosotros. Minutos más tarde, Barcelona, engalanada y bellísima, estaba ya encima. La estatua de Colón, con su gran dedo apuntando al mar; las agujas de la Sagrada Familia, de Gaudí; el perfil de la catedral gótica; el palacio de la Exposición, iban siendo reconocidos por los repatriados catalanes, que lo explicaban, alborozados, a sus compañeros. Las gaviotas, en número incalculable, habían salido a nuestro encuentro y rodeaban el “Semíramis”, dándole, respetuosas, escolta de honor. Ellas fueron las primeras en llegar, pero tras ellas, a medida que nos acercábamos, vimos un mundo infinito de chalupas, piraguas, canoas, balandros, embarcaciones de todo tipo movidas a remo, a viento, o a motor que se acercaban a nosotros en santa misión de abordaje. Fue una hermosísima avalancha de voluntarios “embajadores de complemento” que se escaparon a España, y, probablemente, a las autoridades portuarias, como heraldos impacientes de la ciudad de Barcelona. Cuando al fin el buque dobló por la boca del puerto, era tal la multitud que ocupaba el malecón, las rocas, el muelle, los tejados, las terrazas, que no se veía la tierra bajo tan estupendo hormiguero.
Un tremendo alarido de la muchedumbre se confundió entonces con las salvas de los cohetes, el repicar de las campanas y el latido, más fuerte que todo, de nuestros propios corazones. Los soldados se colgaban de los cables, trepaban por los palos, paseaban a sus más íntimos a hombros, gritaban, saltaban, presas de entusiasmo frenético, de un delirio colectivo, colgados peligrosamente como racimos de frutas del punto del barco que estuviese más próximo a tierra. Hubo un momento de intenso peligro. El “Semíramis” avanzaba de costado; y lo que veían ahora los repatriados no eran ya la masa enfervorecida e informe sino las caras particulares, los rostros personales de los suyos. Los que querían tirarse al agua para ahorrarse esos segundos de espera, hubiesen sido aplastados por la masa del buque al chocar contra el malecón. Era necesario contenerles, y no era fácil. Lo que nadie pudo evitar es que, cuando el casco de la nave y el muelle se unieron, los soldados saltasen sobre la muchedumbre desde la baranda del buque sin esperar a que las escalerillas tendiesen un puente entre el pasado (que era el “Semíramis”) y el presente, que era la tierra firme».

La Vanguardia Española


En el diario barcelonés de su edición del sábado 3 de abril de 1954, se podía leer, con grandes caracteres: «Arriba a Barcelona el “Semíramis” con los españoles rescatados». «En el indescriptible recibimiento tributado a los repatriados, el Generalísimo estuvo representado por el ministro del Ejército». «Los heroicos excombatientes fueron recibidos por el pueblo barcelonés en masa, entre un clamor incesante de ovaciones y vítores a España y al Caudillo». A continuación publicaba el siguiente artículo:
Una incomparable jornada patriótica
«¡Jornada magna, indescriptible, la que vivió ayer nuestra ciudad! ¡Jornada de la que nuestra generación podrá enorgullecerse ante las futuras porque en ella se envolvió el símbolo más cabal de la capacidad de Barcelona para el entusiasmo patriótico, para la vibración emotiva que suscitan los sublimes afectos familiares que fueron ayer materia prima de nuestro júbilo! ¿Cabrá aplicar a un acontecimiento tan incomparable, tan superior a todos los marcos y todos los cánones, la frase hecha de que no se recuerda precedente ni paralelo con qué confrontarlo? Porque, efectivamente, no hay memoria de que las calles de Barcelona hayan registrado una efusión popular tan calurosa y, al propio tiempo, tan sincera, tan auténtica, tan entrañable. Bien puede asegurarse que todo el pueblo de nuestra urbe sintió el retorno de los repatriados del «Semíramis» como si de sus propios hijos se tratase. Y natural es que ello fuera así, puesto que a Barcelona había cabido el honor y la obligación de representar en la bienvenida a España entera y de exteriorizar con sus ovaciones, con sus clamores, con sus lágrimas y con su alegría, los sentimientos que embargan a la nación toda al recuperar a un puñado de sus hijos. Toda Barcelona fue una gigantesca bandera nacional y toda Barcelona fue un blanco pañuelo de bienvenida desplegado al viento. El pueblo, el buen pueblo, el sano pueblo español, llenó las calles, poniendo en sus vítores, en sus cánticos, en sus comentarios, tal acento de cordialidad, de humanidad, de apasionamiento, ante la impar solemnidad, que bien puede afirmarse que la resonancia callejera ante el magnífico acontecimiento fue tan emotiva como el acontecimiento mismo.
En este calor se fundieron todos los ideales implicados en la colosal jornada: el amor a la Patria, el cariño familiar, la veneración por el Caudillo –autor directo del rescate de los cautivos–, la alegría del reencuentro con la tierra natal, el gozo del contacto con el cielo, con el sol y con el aire del país, y, en fin, el júbilo de volver a ver, en su puesto de mando, a la misma figura ejemplar que guio a la «División Azul» a su empresa de gloria y de riesgo: el insigne teniente general Muñoz Grandes, que, derrochó ayer los tesoros de humanidad, de bondad, de simpatía y de llaneza que laten en su alma española por debajo de la sobriedad escueta de lo castrense. Los repatriados de la «División Azul» se mostraban igualmente complacidos y honrados al recibir el abrazo de bienvenida que les daba el ministro secretario general del Movimiento, don Raimundo Fernández Cuesta, en quien la Falange encontró desde los años precursores uno de sus más eficaces y ardientes paladines. Los clamores de la multitud supieron hermanar todos estos sentimientos en el mismo tronar de los vítores y de las ovaciones. Buena prueba de la sinceridad de la acogida de Barcelona a los repatriados fue el tesón de nuestro pueblo en permanecer horas y horas en las calles, constituyendo unas masas humanas espesas y compactas, en espera de aplaudir y vitorear a los hermanos del «Semíramis»; el entusiasmo con que desafió riesgos e incomodidades encaramándose a los lugares más imprevisibles para contemplar mejor el curso de la solemnidad, la naturalidad con que tradujo a los términos más llanos y concretos unos sentimientos que en otros corazones se hubieran evaporado quizá en retóricas vagas.
A señalar, en párrafo propio, una particularidad que explica de manera definitiva el sentir de nuestra capital: en muchos talleres y despachos, los empleados no concurrieron por la tarde al trabajo. En otros, los trabajadores lo abandonaron a tiempo para correr, Ramblas abajo, a dar la bienvenida a los repatriados del «Semíramis». La laboriosa Barcelona se entregó ayer de corazón, como sabe hacerlo ese pueblo nuestro, concentrado y ejemplar, a la plenitud de una tarea patriótica que hizo enronquecer la voz en las gargantas encendidas de amor y vítores a España y a Franco. Los héroes tuvieron, verdaderamente, una recepción inigualable, triunfal, que escribió otra página indeleble de la historia barcelonesa. Una página de orgullo patriótico, de encendida satisfacción, de afirmación franquista y española. En volandas, alzados en alto por los corazones más que por los brazos ascendían hacia el centro, por las calles de nuestra ciudad españolísima, los españoles rescatados. Y un clamor inmenso, multitudinario que rugía ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! decía al mundo, otra vez, cuál es el ideario y la voluntad de un pueblo enardecido».
Impresionante animación y entusiasmo en las calles barcelonesas
En las Ramblas, Puerta de la Paz y Paseos de Colón y de la Aduana
Desde la madrugada de ayer, se advertía en nuestras calles animación extraordinaria, precursora de la indescriptible jornada que vivió nuestra ciudad con motivo del retorno de los repatriados del «Semíramis». La alegría y el bullicio de las calles fueron creciendo incesantemente durante toda la mañana de ayer y al mediodía las inmediaciones del puerto estaban ya ocupadas por densa muchedumbre, que aguardaba con impaciencia la llegada del «Semíramis». A aquella hora todavía temprana millares de personas tomaron posiciones para asistir a la llegada de los repatriados españoles de Rusia. En la Puerta de la Paz el gentío formó una masa compacta que hubieron de contener fuerzas de orden público para que no se volcase materialmente sobre el puerto mismo, en su deseo de dar la bienvenida a los que regresan a su Patria. Será muy difícil encontrar precedentes de la inmensa masa humana que se aglomeró, fuera del recinto portuario, en el Paseo de la Aduana, Puerta de la Paz y todo a lo largo de la Rambla, formando un espeso cordón a ambos lados de la calzada. La multitud permaneció horas y horas en espera de la llegada de los repatriados y no se disolvió hasta que, bien entrada la noche, hubo pasado el último de los autocares que los conducían. Los grupos de nuestros compatriotas fueron acogidos con clamorosos aplausos y vítores patrióticos, a los que contestaban con las gargantas roncas de emoción, creando un cuadro conmovedor que dejará recuerdo imborrable en cuantos lo presenciaron.
Brillantísimo aspecto del puerto
Las barcas de pesca, grandes y pequeñas, las «Gaviotas», «Sirenas», «Palomas», y muchas embarcaciones de recreo, profusamente engalanadas, se vieron prontamente atestadas de público y salieron, unas tras otras, a la mar hasta tres millas fuera del puerto en espera del «Semíramis». Este apareció en el horizonte, por el lado de Levante, hacia las cuatro y diez minutos y seguidamente se corrió la voz de su próxima llegada por todo el ámbito del puerto. Impresionante animación y entusiasmo en las calles barcelonesas.
Una hora más tarde, al pasar el «Semíramis», cerca de las embarcaciones que le aguardaban en la rada éstas le rodearon seguidamente y le dieron escolta, entre gritos de entusiasmo de la multitud y los saludos emocionados de los repatriados que, desde las cubiertas del buque no se cansaban de agitar los brazos en ademanes cariñosos y efusivos, cambiándose incesantemente palabras que la emoción cortaba las más de las veces.
Los buques surtos en el puerto permanecieron, también, engalanados durante todo el día hasta el ocaso, con banderas y gallardetes, como en las grandes solemnidades y, en muchos de ellos, se permitió subir a la multitud que deseaba contemplar de cerca el paso del buque monroviano que ha devuelto a la Patria a esta pléyade de jóvenes heroicos.
La multitud en Montjuich
Un aspecto digno de observarse fue el que ofreció Montjuich. Desde la montaña una verdadera multitud siguió los incidentes del desembarco de los repatriados. Buena atalaya para observar, mucha gente se dirigió ya temprano hacia los paseos y la explanada de la cúspide con el fin de ocupar unos puestos que, aun a pesar de la buena voluntad puesta por hacer sitio a los que iban llegando, escasearon bien pronto. Desde la montaña un murmullo constante descendió por sus laderas, oyéndose continuos vítores a España, al Ejército y al Generalísimo.
Los que no pudieron encontrar sitio en la parte de la explanada ni en los paseos, se fueron situando por los senderos y los vericuetos, empleando incluso los árboles en muchos casos como buen puesto de observación. La montaña de Montjuich ornada con un constante flamear de pañuelos constituyó ayer un espectáculo de primer orden. Es más, no tememos caer en excesivo entusiasmo si afirmamos que en pocas ocasiones había presenciado Barcelona una jornada tal. Los paseos que a la cúspide conducían estaban, asimismo, repletos de automóviles y camiones provocando verdaderos atascos en la circulación.
Asimismo numerosas pancartas destacaban sus inscripciones sobre el fondo obscuro que formaba la masa humana y los accidentes del mismo monte. Desde allí se veía a la muchedumbre que rodeaba el puerto formando una masa compacta sin soluciones de continuidad que sucedía una ovación a otra y que en la espera entonaba canciones e himnos militares.
Grandioso fue el espectáculo que ayer ofreció Montjuich. Miles y miles de personas asistieron desde sus laderas a la gran jornada que vivió nuestra ciudad.
En la ciudad estuvo representada toda España. Canciones patrióticas
Desde las anteriores jornadas, utilizando todos los medios a su alcance, una gran multitud se desplazó a Barcelona para asistir a la llegada de. los repatriados españoles.
Tanto por tren como por carretera La afluencia fue extraordinaria, dando color al ámbito ciudadano.
Un gran número de camiones llegaron también de toda España como lo demostraban cumplidamente las numerosas pancartas que expresaban, en frases de bienvenida, la adhesión de todas las provincias hacia los hijos que regresaban. Asimismo iban todos estos vehículos, desde los que los ocupantes entonaban himnos y canciones patrióticas, engalanaos con multitud de banderas con los colores nacionales y del Movimiento. En muchos de estos vehículos se trasladaron hasta el puerto comisiones de Falange, entre cuyos miembros se encontraban antiguos combatientes de la División Azul en Rusia.
Según declaraciones del teniente coronel Riera, que ya anticipamos, pueden calcularse en más de mil familias las que llegaron del exterior para recibir a los repatriados españoles. La afluencia fue asimismo extraordinaria en los centros oficiales, en donde se desarrolló un intensísimo trabajo para atender peticiones de informes y hacerse cargo de los encargos que para los repatriados llegaban, tanto personalmente como empleando todos los medios de comunicación.
La vida y la muerte en los campos rusos de prisioneros
Incluso los refugiados comunistas se sienten incómodos en Rusia. Al campo de Karaganda, donde trabajaban los prisioneros españoles, se acercó un día un hombre derrotado y harapiento. Era un gallego. Quería que le dejaran, entrar y unirse a la suerte de sus compatriotas. Los guardias rusos se oponen. El insiste con lágrimas en los ojos:
–Déjenme quedar aquí entre los míos y morir con ellos. Estoy cansado de sufrir.
El trabajo en los campos de prisioneros de Rusia es duro y agotador. La política de explotación humana consiste en prolongar el sufrimiento moral hasta un límite en que la voluntad se desmorona y el espíritu se entrega a la desilusión y la desesperanza. Hay sobre este punto un refrán ruso muy expresivo, cuya traducción –quitada toda referencia grosera– puede ser ésta: “No te dejaremos morir hasta no exprimirte la última gota de sudor”.
A los prisioneros se los clasifica por categorías: primera, segunda, tercera, etc. Conforme rindan más o menos trabajo.
Y como tales se les contrata para los “koljoses” o granjas colectivas. A cada categoría de prisioneros corresponde una norma. La norma es la cantidad de trabajo que se le asigna a cada trabajador por jornada. Cuando el jefe de una granja iba a un campo a contratar prisioneros, la operación –dicen nuestros repatriados– tenía el aire de una compraventa de ganado de labor. El contratante, después de ojear a cada prisionero de la fila, le palpaba el glúteo y si estaba duro, se lo llevaba a trabajar por el precio fijado. A veces, ese precio le parecía excesivo y chalaneaba sobre él, hasta rebajarlo. El jefe del campo hacía el oficio de dueño de reses. En los campos de trabajo no hay más que una causa para quedarse en la barraca: tener 37º grados y medio de fiebre. Pero a veces, aun con 38 grados sé les ha obligado a trabajar. Al teniente Melero se le forzó a salir al campo con 38 grados y medio. La misma noche que lo llevaron al hospital, con las fuerzas ya agotadas, murió distrófico y tuberculoso. Era un bravo muchacho de Córdoba, del que sus camaradas hablan con triste recuerdo, lamentando su muerte. Había caído herido en el combate en que le cogieron prisionero. Entre un soldado y otro oficial de la misma compañía, pudieron llevarlo hasta una ambulancia. Los rusos lo curaron sin mucha pericia y acabó agarrando una tisis. Ese hombrón de casi dos metros se enternece y emociona al referirlo.
No fue mejor la suerte del sargento Blanco. Molido a palos por un cómitre desalmado en Cheropovief, cayó muerto en la misma puerta de los barracones, cuando volvía del tajo.
Toda la economía soviética descansa sobre el sistema de los campos de concentración y trabajo. Sin esos millones de esclavos, la indolencia del pueblo ruso hubiera sido incapaz de recuperarse de los destrozos de la guerra. Cualquier hombre, aun enfermo, es un número que puede aumentar la suma. Con heridas graves de guerra en un hombro, estuvo cinco meses trabajando un divisionario español.
Hasta 1948 el trabajo de los prisioneros no tenía en Rusia remuneración alguna. A partir de esa fecha empezaron a pagarlo, a razón de 150 a 200 rublos por mes, según la categoría del prisionero y la “norma” que éste rindiera. Para ganar en mano esas cifras, el prisionero tenía que producir el equivalente de 800 rublos. Si no llegaba a ese tope, se le negaba toda retribución o se le descontaba la cantidad necesaria para alcanzarlo. Con los rublos de margen, el prisionero compraba alimentos para completar su deficiente ración alimenticia. Las cantinas del campo le vendían pan, margarina, tabaco. Hay que reconocer que los españoles, en general, aguantaran con más coraje que otros prisioneros. Ya les decían los rusos: “Sois duros y valientes, aunque levantiscos”. Los italianos y rumanos morían a chorro. Se dejaban ganar de la melancolía, y entre el hambre y el tifus acababa la partida. De 120.000 prisioneros italianos, sólo han vuelto 8.000 aproximadamente. Hubo épocas en que la mortandad alcanzó cifras aterradoras. Allá por los años de 1942 a 1943 los campos de trabajo eran verdaderos cementerios. En el de Spaska morían 30 internados diarios, de un total de 1.200. Uno de nuestros repatriados advirtió una mañana, con verdadero horror, que de los veinte camaradas de la ‘barraca’ que se habían acostado, sólo él despertaba con vida. Para ser verdaderos, hay que decir que la suerte de los rusos en aquel entonces era parecida a la de los internados.
Últimamente, la vida en los campos se había suavizado algún tanto, sobre todo a partir de 1952. Con la muerte de Stalin se acentuó el cambio a mejor. Se les ponía cine tres veces al mes a los prisioneros. Un cine soso y de mera propaganda política. Las películas rusas adolecen de monotonía y rigidez en los argumentos. Fatigan y apenas tienen calidad estética. No se permite en ellas, sino raramente, desarrollar temas amorosos. Nada de besos ni de mujeres más que menos desvestidas. El tema casi único del cine ruso lo constituye la vida del trabajo. Los protagonistas suelen ser .obreros que hacen “estajanovisrno”. Abundan también los asuntos patrióticos. Los rusos son fanáticamente patrioteros y exagerados en su devoción por el país. Lo suyo es lo mejor siempre, y no toleran crítica alguna, al respecto.
Pero entre los ex combatientes soviéticos hay gran desilusión y descontento. A la mayoría se los han llevado a campos de trabajo al interior de la vasta Siberia, para desintoxicarlos de occidentalismo. Los mutilados andan errabundos a la mendicidad por plazas y estaciones de las ciudades. Entre los militares y la policía existe tirantez. No se pueden sufrir mutuamente. Existe gran diferencia, –dicen unánimemente nuestros repatriados– entre el estilo de la policía y el estilo del ejército en sus actuaciones. La policía es implacablemente dura y cruel. El ejército se atiene a normas más equitativas y educadas. Algunos jefes militares han mostrado personalmente su admiración por nuestros oficiales.
Se supone que habrá en Rusia unos 40 millones de prisioneros, o trabajadores forzosos en cientos de campos. Nueve millones de mujeres, doce de penados políticos, diecinueve de delincuentes comunes. La población de los Países Bálticos, incluso los niños, ha sido trasplantada a Siberia, y a otras remotas comarcas. Si ahora se celebrara un plebiscito en Estonia, Letonia o Lituana, el resultado quizá sería favorable a Rusia, pero los votantes no son indígenas, sino forasteros. Allá por la desembocadura del Yenisey, han visto nuestros compatriotas, avanzar largas filas de muchachas bálticas.
Con los prisioneros y forzados ha reconstruido Rusia, sus ciudades, ha tendido sus vías férreas, ha abierto sus carreteras. Y explota sus minas, embalsa sus pantanos, realiza sus regadíos y lleva sus canales a la avidez de los campos. En las mismas fábricas pululan las colmenas de hombres sujetos a trabajar para el Estado soviético. Sin ellos se desmoronaría el poderío del Kremlin. — Bartolomé Mostaza. (Enviado especial de La Vanguardia Española).
Después del desembarco los cautivos fueron a la Basílica de la Merced
Más tarde, la comitiva se dirigió a la Basílica de la Merced, para postrarse de rodillas ante la Virgen, Patrona de los cautivos, sobre las mismas losas en que se arrodilló Miguel de Cervantes y Saavedra, al ser liberado de sus cadenas.
Inolvidable efeméride de ahora hace 60 años...
Eduardo Palomar Baró

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